EL CRISTAL DE LA PASIÓN
La deseo cuándo la observo dormida…, la mano que no cubre el edredón abierta como una flor, los labios sin apretar, su larga melena una sombra espesa sobre la almohada. Intento estar lo más quieto posible para no despertarla. Sé que cuando recobre su ser la silente que duerme a mi lado volverá a ser la gélida mujer que espanta mis anhelos.
Ya despierta, es meticulosa y organizada, al contrario que yo; según ella, soy un ab-so-lu-to desastre, lo pronuncia así, separando las sílabas para dar mayor énfasis a mi incapacidad para la practicidad y el orden. Suele dejarme notas en lugares visibles para que no olvide nada: “Cita con el urólogo, lunes a las 10.15”. “Nuestro aniversario, viernes 13”. Y a ver que le regalo…, esa es otra.
Pedí consejo a su mejor amiga. Me explicó que, desde la erupción, el cristal de olivino era tendencia. «Seguro que le encantará», afirmó recomendándome una joyería de confianza. Pensé que con la olivina pasaría lo mismo que con el madero de la cruz de Cristo, que hay miles de trozos repartidos por esos mundos de Dios.
—A ver si nos van a meter gato por liebre, una circonita inyectada de substancia química verde…
—¿Ahora eres experto en gemas? —interrumpió molesta por mi desconfianza.
—¡Claro que no!, pero si aún está prohibido recoger minerales magmáticos en las cercanías de la boca del volcán, todavía humeante, ya me dirás de dónde sacan la jodida olivina.
—Te cuento, por si no lo sabías, que el cristal de olivino proporciona apoyo en momentos difíciles, de depresión o decaimiento del ánimo, además potencia la sexualidad —explicó la esotérica amiga de mi mujer pasando ampliamente de mi razonamiento.
—Y es una piedra muy bonita, preciosa —añadió.
—Semipreciosa —precisé.
Pensé que mi mujer había comentado con ella sobre nuestros problemas en la cama. Más que pesarme los casi veinte años que le saco, alimenta nuestro mutuo declive lo predecible que somos, el hastío y la monotonía que arrastramos. Y encima lo hacemos cada vez menos. La culpa es mía, me vengo abajo a la mínima de cambio. No puedo con la presión, cómo si se tratara de cumplir un i-ne-lu-di-ble deber a pesar de la puesta en escena mensual. Suele ser en viernes: cena para dos alternando uno de los tres o cuatro restaurantes de siempre, y una conversación que decae pese al esfuerzo mutuo y a los efluvios del costoso caldo que le gusta más a ella que a mí. Yo con un par de birras voy más que servido; por lo visto es de mal gusto maridar cerveza con la propuesta gastronómica del chef de turno, así que me proveo de protector estomacal para la acidez que me produce el vino que pruebo con precaución a pequeños sorbos.
Me gustaba más aquella muchacha provinciana de los comienzos, sencilla y espontánea, que admiraba embelesada a este escritorzuelo de segundo rango ya olvidado por las editoriales de prestigio. La primera vez que vio una fotografía mía en la contraportada de uno de mis libros, sus ojos glaucos brillaron tanto como en el instante de abrir su regalo de aniversario: un colgante de olivina de destellos oliváceos. Ella me regaló una muñequera de cuero con dos piedras de cristal de olivino. La etiqueta aseguraba que el material del que estaba hecho solo existía en Marte, Júpiter y en el corazón de los volcanes. Se ve que su mejor amiga tiene comisión en la joyería.
Tomamos una habitación en el mismo hotel del restaurante. La conozco bien: una ceja más alta que la otra denotaba desconfianza en el resultado de la coyunta. Pero no esta vez. Esta bendita vez, no.
Me susurra palabras cariñosas mezcladas con otras vulgares que, además de excitarme, más bien parecen zanahorias para que el burro corra tras ellas. El burro soy yo. Y el caballo de monta porque me puse como me puse. Sus ojos irradiaban fulgores verdes, iluminaban la media penumbra del dormitorio como dos gemas resplandecientes. Nunca la había sentido tan exultante. Su incendio me encendió. Durante horas la cama sufrió tremores ahuyentando mis antiguos temores. Un torrente de esperma cubrió a mi mujer casi ahogándola en un sudario blanquecino; se derramó por los bordes de la cama, discurrió por la terraza asomada al océano. Al contacto del batallón de espermatozoides con el agua salada del mar, se elevaron inmensas columnas de vapor con partículas de dopamina y moléculas mixturadas de fructuosa y aminoácidos alocados. Los efluvios entraron por los resquicios de las ventanas y puertas, se colaron en los dormitorios de los ciudadanos, impregnaron las pituitarias de las vecinas y vecinos en edad de procrear, igualando al concejal y a la portera, a la directora del banco y al panadero, al presidente de la comunidad y al ocupa, al de al lado y al de enfrente; todos rasados por las mismas ansias de placer. Solos, en parejas, en grupos, o en comunidad, se unieron en un festival de sexo que duró hasta que las nubes venusianas se dispersaron, dejando tras sí a hombres y mujeres agotados y satisfechos de la batalla pasional que aconteció, como un milagro, a las faldas del volcán que antaño vomitara el verde regalo del cristal de la pasión.