COLORÍN COLORADO
¿Recuerdas
cuando vivías en la calle 59, a pie del Central
Park South?
Te hablo a ti, la Caperucita del pasado que detestaba a su madre tanto como ella
odiaba a su suegra, la abuelita rica con casa en la
Quinta Avenida, por eso te enviaba a ti con la ofrenda dominical por si la herencia se iba al carajo. Había que cruzar todo el parque, lo llamabas bosque, donde corrías el peligro de que un lobo feroz te
devorara, cualquiera de la manada. Aunque protestaras por la imposición, tu madre daría una razón irrefutable, la típica
que dan todas cuando no tienen
argumentos.
—¡Pero mamá…! ¿Por qué tengo qué ir?
—¡Porque
lo digo yo y punto!
E ibas haciendo footing por Central Park
con una caja de donuts de la pequeña y conservadora tienda del West Village, todo un
clásico.
LO MAYOR Y LO MENOR
Estudiaste
en un colegio de monjas. El uniforme no
era rojo como la capucha de Caperucita, era gris oscuro; la
blanca camisa había que
mantenerla siempre-siempre-siempre, tres
veces siempre, im-po-lu-ta, tanto como la ropa interior. Así lo silabeaban
las
religiosas en su idioma, para
enfatizar la pureza de las tuteladas.
Odiabas levantar la mano para explicitar tu precaria intimidad.
—Sister
Mary, ¿da su venia para ir al servicio?
La hermana
solía darla, en cambio, la hermana Elizabeth, la del temblor perenne en su cara, siempre negaba el permiso: un NO rotundo, y aunque su boca dijera que NO, su rostro
afirmaba que SÍ, un temblor en
yes-yes-yes que confundían a las alumnas con incontinencia urinaria.
Una niña comentó que la monja tenía una
enfermedad llamada parkinston o algo así.
—¡Anda ya! – exclamó otra alumna.
—Te
lo juro. Que me vaya al infierno de
cabeza si miento lo sé de buena tinta
porque mi papá es médico —contestaba de corrido
la sabelotodo besándose los dedos en cruz.
La mayoría eran monjas preguntonas.
—Sister,
¿da su permiso para ir…?
—¿Para
lo mayor o lo menor? —interrumpía.
—Lo menor, please.
Algunas
decían “lo mayor” con tal de estar más tiempo fuera de clase.
La estrategia no se podía repetir demasiado,
las monjas eran muuuy listas
aunque tuvieran caras de criaturas
bobaliconas de querubines celestiales
bajo sus tocas monjiles.
BRAGAS POR CAPERUZA
Una
vez te measte encima sin poder aguantar más.
El terrible castigo consistió en
estar varias horas en el centro del patio con el cuerpo mojado del delito en la cabeza a modo de caperuza o capirote,
juzgada y rea, condenada al mote de “la meona” para siempre, tres veces always.
Yo, la Caperucita presente, os abrazo a todas para que no os dejéis aplastar por vuestras
diferencias, niñas españolas o
americanas, azules o verdes, niñas de
todos los lugares de la tierra, de
siete, diez… puede que trece o quince años, necesitadas
de ser amparadas, amadas,
cuidadas… todos los términos acabados
en “adas” que suplan vuestras carencias de respeto y protección.
EL LATROCINIO
¿Recuerdas el
robo fallido de los dedales? Aprovechaste un recreo para entrar en el
aula de labores rebuscando en los
costureros de las niñas ausentes. Los más bonitos, algunos incluso de plata, un
puñado de pequeñas joyas escondidas en los bolsillos del delantal gris, tan
gris como el uniforme gris, como las grises nubes casi negras asomando al patio
central de baldosas negras y
grises. Pequeños regalos para las niñas
que no eran de tu clase. Obsequios para que te quisieran, para que
fueran tus amigas, o no sabías exactamente para qué o el porqué. Te pillaron
enseguida, Caperucita urraca poco espabilada.
LOS CAMBIOS
Volvimos
a España. La adolescencia no fue amable con tu cuerpo patilargo y flacucho.
Hasta los quince no empezó a florecer tus diminutos senos. En la nueva pandilla tampoco encajabas,
pequeñas pruebas a las que te sometías con tal de pertenecer al grupo
homologado: hacer recados, pasar notitas de fulanita le gusta a menganito, resolver los deberes de otros a cambio de
respirar el mismo aire que el resto de la banda. En fin, eras la última de la fila envidiando
los piropos, tan denostados ahora, con los
que los muchachos gordinflones o canijos en plena pubertad y algún adonis adorado por todas, lanzando lindezas a las Caperucitas guapas. A ti, aunque
dominaras el "espikinglis", ni de coña,
Caperucita Gris.
Aquel verano milagroso, en el que casi de
golpe te pusiste tan bonita,
cumpliste los dieciséis, y a partir de entonces… todo cambió.
¡Resultaba tan increíble tener el poder de sentirse adorada! Encajabas en cualquier parte, con o sin lobos. Todo fue radiante durante un tiempo, y luego llegó la Vida con mayúsculas.
Y COLORIN COLORADO
A
lo largo de los años paladeaste los frutos prohibidos, los amargos néctares y
las dulces hieles. Aprendiste a levantarte y a recaer; a ser
tierna e implacable. Creciste a pasos de
gigante de botas de siete leguas. Volaste con las alas abiertas y también escorada desde NY a ¡tantos lugares!, y supiste del desencanto y
de las virtudes del amor. Todo eso y muuucho más, tanto que no cabría en ningún cuento edulcorado de los Hermanos Grimm ni de
Perrault, incluidas las moralejas de finales felices de comieron
perdices. Cuentistas reales e imaginarios te abocaron al ahora: una mujer
completa e imperfecta, una caperucita
adulta revestida con toda la gama de colores de la paleta cromática sin
descartar los lúgubres grises y negros y sin poner en valor solo al rojo.
900 palabras
¡Hola, de nuevo por aquí!
ResponderEliminarTenía escrito el cuento-relato hace unas semanas. Lo que más trabajo me costó fue ubicarlo en N.Y. tal como exigía el reto de esta convocatoria, así que tuve que cambiar la perspectiva y creo, solo creo, que me quedó algo mejor porque me obligó a tirar de imaginación y a desempolvar mi muuuy precario inglés. Bueno, me ha divertido disfrazarme mezclada de Caperucita niña y Caperucita adulta.
Bueno, que os leeré y a ver que sale de todo esto.
Un abrazo colectivo.