jueves, 2 de octubre de 2025

COLORÍN COLORADO

                                                         







                                                                  COLORÍN COLORADO


¿Recuerdas cuando  vivías en la calle 59, a pie del Central Park South?

     Te hablo a ti, la Caperucita del pasado  que detestaba a su madre tanto como ella odiaba a su suegra, la abuelita rica con casa en la Quinta Avenida, por eso te enviaba a ti con la ofrenda dominical  por si la herencia se iba al carajo. Había que cruzar todo el parque,  lo llamabas bosque, donde corrías el peligro de que un lobo feroz te devorara, cualquiera de la manada. Aunque protestaras por la imposición, tu  madre daría una razón irrefutable, la típica que dan todas  cuando no tienen argumentos.

      —¡Pero mamá…! ¿Por qué tengo qué ir?

      —¡Porque lo digo yo y punto!

     E ibas haciendo footing por Central Park con una caja de donuts de la pequeña y conservadora  tienda del West Village, todo un clásico.

 

            LO MAYOR Y LO MENOR

 

Estudiaste en un colegio de monjas. El  uniforme no era rojo como la capucha de  Caperucita,  era gris oscuro;  la  blanca camisa  había que mantenerla  siempre-siempre-siempre, tres veces siempre,  im-po-lu-ta,  tanto como la ropa interior. Así lo silabeaban   las  religiosas en su idioma,  para enfatizar la pureza de las tuteladas.

     Odiabas levantar la mano  para explicitar tu precaria  intimidad.

Sister Mary, ¿da su venia para ir al servicio?

     La hermana  solía darla, en cambio, la hermana Elizabeth, la del  temblor perenne en su cara, siempre  negaba el permiso:  un NO rotundo, y  aunque su boca dijera que NO, su rostro afirmaba  que SÍ,  un temblor en  yes-yes-yes que confundían a las alumnas con incontinencia urinaria.

     Una niña comentó que la monja tenía una enfermedad llamada parkinston o algo así.

    ¡Anda ya­­! – exclamó otra  alumna.

     —Te lo juro. Que  me vaya al infierno de cabeza si miento   lo sé de buena tinta porque mi papá es médico —contestaba de corrido  la sabelotodo  besándose  los dedos en cruz.

      La mayoría eran monjas preguntonas.

    ­Sister, ¿da su permiso para ir…?

      —¿Para lo mayor o lo menor? interrumpía.

      Lo menor, please.

     Algunas  decían   “lo mayor”  con tal de estar más tiempo fuera de clase. La estrategia no se podía repetir demasiado,  las monjas eran  muuuy listas aunque tuvieran  caras de criaturas bobaliconas de querubines celestiales  bajo sus tocas monjiles.

 

            BRAGAS POR CAPERUZA

Una vez te measte encima sin poder aguantar más.  El terrible castigo  consistió en estar  varias horas  en el centro del patio con el  cuerpo mojado del delito  en la cabeza a modo de caperuza o capirote, juzgada  y rea, condenada al mote de   “la meona” para siempre, tres veces always.

     Yo, la Caperucita presente, os  abrazo a todas  para que no os dejéis aplastar por vuestras diferencias,    niñas españolas o americanas, azules o verdes,  niñas de todos los lugares  de la tierra, de siete,  diez…  puede que trece o quince años,  necesitadas   de ser   amparadas, amadas, cuidadas… todos los términos acabados   en “adas” que suplan vuestras carencias de respeto  y protección.

 

            EL LATROCINIO

¿Recuerdas  el  robo fallido de los dedales? Aprovechaste un recreo para entrar en el aula de labores  rebuscando en los costureros de las niñas ausentes. Los más bonitos, algunos incluso de plata, un puñado de pequeñas joyas escondidas en los bolsillos del delantal gris, tan gris como el uniforme gris, como las grises nubes casi negras asomando al patio central  de baldosas negras y grises.  Pequeños regalos para   las niñas  que no eran de tu clase. Obsequios para que te quisieran, para que fueran tus amigas, o no sabías exactamente para qué o el porqué. Te pillaron enseguida, Caperucita urraca poco espabilada.

 

            LOS CAMBIOS

Volvimos a España. La adolescencia no fue amable con tu cuerpo patilargo y flacucho. Hasta los quince no empezó a florecer tus diminutos  senos. En la nueva pandilla tampoco encajabas,   pequeñas pruebas a las que te sometías con tal de pertenecer al grupo homologado: hacer recados, pasar notitas de fulanita le gusta a menganito,  resolver los deberes de otros a cambio de respirar el mismo aire que el resto de la banda.   En fin, eras la última de la fila envidiando los piropos, tan denostados ahora,  con los que los  muchachos gordinflones  o canijos en plena pubertad y algún  adonis adorado por todas,   lanzando lindezas  a las Caperucitas guapas. A ti, aunque dominaras el "espikinglis", ni de coña, Caperucita Gris.

     Aquel verano milagroso, en el que casi de golpe te pusiste tan bonita,  cumpliste  los dieciséis,  y a partir de entonces… todo cambió.

     ¡Resultaba tan  increíble tener el poder de sentirse adorada! Encajabas    en cualquier parte,  con o  sin lobos.  Todo fue radiante  durante un tiempo, y luego llegó la Vida con mayúsculas.


            Y COLORIN COLORADO

A lo largo de los años paladeaste los frutos prohibidos, los amargos néctares y las dulces hieles. Aprendiste a levantarte y a recaer;    a ser tierna e implacable.  Creciste a pasos de gigante de botas de siete leguas. Volaste con  las alas abiertas y también  escorada desde NY  a ¡tantos lugares!, y supiste del desencanto y de las virtudes del amor. Todo eso y muuucho más, tanto  que no cabría en ningún cuento  edulcorado de los Hermanos Grimm ni de Perrault, incluidas  las  moralejas de finales felices de comieron perdices. Cuentistas reales e imaginarios te abocaron al ahora: una mujer completa e imperfecta,   una caperucita adulta revestida con toda la gama de colores de la paleta cromática sin descartar los lúgubres grises y negros y sin poner en valor solo al rojo.

 



                                                                          900 palabras


1 comentario:

  1. ¡Hola, de nuevo por aquí!
    Tenía escrito el cuento-relato hace unas semanas. Lo que más trabajo me costó fue ubicarlo en N.Y. tal como exigía el reto de esta convocatoria, así que tuve que cambiar la perspectiva y creo, solo creo, que me quedó algo mejor porque me obligó a tirar de imaginación y a desempolvar mi muuuy precario inglés. Bueno, me ha divertido disfrazarme mezclada de Caperucita niña y Caperucita adulta.
    Bueno, que os leeré y a ver que sale de todo esto.
    Un abrazo colectivo.

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