domingo, 17 de junio de 2018

Hoja de ruta por la piel de mis mujeres










                                             Hoja de ruta por la piel de mis mujeres

            Versión corregida para nuestro concurso "Tintero de oro"



     

     Declaro estar firmemente enamorado de las dos, no podría prescindir de ninguna de ellas. Amo sus diferencias y sus similitudes, el pelo ensortijado y cobrizo de A, la manera en que la luz se enreda en la curva de cada uno de sus rizos; de B su corto cabello lacio que resalta el delicioso perfil de su nariz, sus ojos grises y algo miopes de mirada fija cuando me observan con el mismo rigor que resuelve ecuaciones. Adoro de A su intimidad de algodón de bragas blancas, siempre blancas, sin adornos, el vello púbico ligeramente más oscuro que su rojiza melena. Me gusta el vientre plano de la una, los pequeños pechos de areolas sonrosadas de la otra y, sobretodo, su entrega sumisa; de B el frunce de los labios cuando propone con su endiablada inteligencia juegos y situaciones.
     En ocasiones imagino que las mezclo aunque case tan mal el diálogo fluido de B con el tartamudeo retraído de A, el desparpajo existencialísta y estimulante de la primera, tan diferente de la cercana afectividad, de la ternura de mi muy querida muchacha. Pero a veces, solo a veces, me aburre porque es demasiado predecible, lo que me atrae de ella es también lo que me separa. Siempre tan igual a sí misma, tan tranquila, tan serena y mansa. Entonces es cuando recurro a la intensa B.
     Conozco a B desde siempre, fue compañera de escuela, alumna sobresaliente de ceño centrado y egoísta, jamás permitía la invasión de su espacio, su mano frontera entre su cuaderno y el mío, las mismas manos de uñas recortadas y diestras que en la granja de su padre manejaba con eficacia las ubres de las vacas. Yo siempre soñaba que alguna vez, con suerte, se moverían dentro de mis pantalones. En el instituto fuimos novios de besos y alguna caricia, pocas. Dejé de salir con ella porque quiso presentarme la comida nutritiva de su madre, a su robusto padre, a sus rollizos hermanos y hasta a la abuela inquisidora que enseguida determinó que no le gustaba nada un torpe canijo para su inteligente nieta. No nos vimos durante algún tiempo porque pensé que pronto engordaría como toda la familia, como las vacas de su granja. Ahora tiene un cuerpo de curvas perfectas y una mente privilegiada. Somos compañeros de Facultad en Ciencias Matemáticas y me conmueve hasta la erección la voluntad de su mano despejando incógnitas.
     Y aquí me tiene sujeto a su voluntad con cintas de cuero, le suplico que me suelte, necesito orinar, me estoy reventando. Dice que no, todavía no. Entonces es cuando pienso en A, mi dulce mujer obediente. Cuando le digo ven niña, ella lo deja todo y enseguida acude a socorrerme de la otra.
     Una es un solo de saxo trepidante y otra un lento slow blues.
     A es la potencia de la mecánica cuántica en mi lecho y en mi sexo, B la belleza que abarca todo lo simple.
     A una la someto, la otra me esclaviza.
     Son las constantes de mis días y el cielo estrellado de mis noches.
    B y A forman el abecedario completo, son ecuaciones perfectas, no tengo necesidad de despejar ninguna incógnita, ambas son binomio y complemento, inicios de un epitafio, las necesito en mi vida y en mi cama con la misma urgencia y en la misma medida porque soy navegante de la piel de mis mujeres con cuaderno de ruta sin rumbo fijo.
                               


                                      Tara (Isabel Caballero)






                          

miércoles, 16 de mayo de 2018

El padrino



                                                                       El padrino



   Cuando yo era pequeño, y de esto hace ya ochenta años, a Juan Cedrés, unos pocos minutos antes de fallecer le impartió los santos óleos el mismísimo obispo en persona. No era corriente que a un humilde hijo del pueblo le diera  la extremaunción tan alto cargo de la iglesia, para estos menesteres estaba el párroco con su hisopo de irrigar agua bendita, y si no llegaba a tiempo, la familia, vecinos y amigos le rezaban en el velatorio unas cuantas oraciones por el perdón de sus pecados.

   Mi padrino Juan, o Juanito, como solían llamarle cariñosamente, vivía del cambullón, un oficio de trueque, de toma y daca a pie de muelle. Además había que dominar idiomas, todo el mundo que se dedicaba al change sabía que moni-moni era dinero, libras esterlinas mayormente, y un guanijay (Jhon Haig), un whisky, y sobre todo había que tener ojo con los watchman, vigilantes del puerto. 

   Cualquiera no se podía dedicar al cambullón porque si se engañaba había que hacerlo con cierta mano izquierda, dar gato por liebre de manera delicada, es decir, que si se vendían pájaros canarios, se procuraba  que las criaturas fueran armoniosas en sus cantos, al menos durante el tiempo que durara la travesía. Y si no eran canoros de pura cepa, una manita de azafrán podía dar el pego..., si luego se desteñían por el camino, o se apagaban los dulces trinos, la culpa era de la niebla,  de  la extraña  alimentación de las lejanas tierras, o de la tristeza que producía la nostalgia isleña. Mi padrino siempre fue de la condición de engañar solo a quien se lo mereciera, aunque algún pájaro bueno vendió, según le diera. Como le daba pena enviar a los pajarillos a un lugar tan frío, endosaba  sólo a los que estaban viejos o enfermos para evitarles el suplicio. Juanito es que tenía muy buen corazón.

   Tan malos eran los tiempos y tanta miseria había, que fue preciso reglamentar el contrabando con cierta pátina legal dando parte a la Autoridad Marítima. El cambalache que se hacía en el mar era consignado como mercancía oficiosa, pues convenía estar a buenas con quienes, si querían, podían joderte la vida ya de por sí complicada. Nunca le faltó a quienes expedían los permisos reglamentarios, en Aduanas o en la Comandancia de Marina, puros y ron de Cuba, latas de galletas danesas, chocolate suizo, mantequilla holandesa, o su buen corte de paño inglés.

   
   Se formaron tres agrupaciones llamadas Taifas: la de “La Plaza del Puerto”, la de “El Refugio”, y la del “Muelle Grande”, a esta última pertenecía mi Padrino. Solía mediar entre las tres cuando había conflictos, dado su talante apaciguador y buen tino. 

   
   Centenares de pequeños botes se agrupaban en torno a los buques o en el muelle del puerto de La Luz terminada su construcción casi al final de la guerra. Juanito se dedicó sobre todo al intercambio con los barcos argentinos. La carne y la penicilina eran su especialidad. Él ofrecía canarios, mantelerías caladas a mano, también piñas de plátanos y tomates para la larga travesía. En la posguerra pudo hacerse rico, sin embargo, muchos isleños le deben no solo la salud, sino el haber pasado menos hambre de la que tocaba. Por eso empezaron a llamarlo Padrino. A mí me sacó de una meningitis, y a mi madre de unas fiebres malas que casi no lo cuenta. Ayudaba al que podía por pocas perras, y al que no podía pagar también socorría. Las putas del puerto se lo rifaban, no solo por sus medicinas milagreras, sino porque las trataba a todas como si fueran señoras. Nunca se casó el hombre, ni necesidad de hacerlo, no le faltó caricias, ni cariño, ni menos aún, el respeto.

 
   Cuando enfermó entre todos los vecinos le cuidaron, y hasta don José, el doctor, no quiso cobrarle ni un real, pues también le debía favores.

 
   El obispo llegó por fin a la casa del moribundo. Vino caminando desde la otra punta de la capital, y pegado a su pecho la custodia y los aceites de ungir cubierto del paño sagrado. Caminaba y sumaba peregrinos a sus espaldas. No se sabe si el señor obispo lo hizo porque le curó de algo, o porque ganarse al pueblo es de personas inteligentes, y dicen que este obispo era listo, más que otros que prohibían hasta los carnavales, la única distracción de las buenas gentes, de las malas también. 

 
   Le precedía la boca del pueblo que iba pregonando el recorrido.

 
   —Está saliendo de la Catedral de Santa Ana

 
   —Ya salió del barrio de Vegueta.

 
   —Ya va por la calle de Triana.


   —Ya está llegando.


   —Ya llega.

 
   Algunos vecinos tuvieron la idea de recibirlo bajo palio. A la alfombra persa de Sebastiana quisieron meterle cuatro palos para que hiciera de baldaquino o dosel sobre la cabeza del obispo, pero la mujer se negó porque sus buenos duros le había costado, y porque los de la feliz idea iban pasados de ron. No me viene a la memoria el nombre del tal obispo, por lo visto llegó a cardenal, por aquí le decimos el que le dio las últimas al pobre Juanito, que en paz descanse, con estas palabras: —Por esta santa unción, y por tu bondadosa misericordia, Juan Cedrés, que el Señor te ayude con la gracia del espíritu Santo, y te conceda la salvación eterna. Amén.

 
   El moribundo, ya cetrino y a punto de espicharla,  abrió los ojos, y con la voz trémula susurró: —Dígale al Señor que me perdone por el canario mudo que le regalé a usté para que se lo mandara al Santo Padre. Dígale que no me lo tenga en cuenta. 

 
   Dicha estas palabras se murió el hombre y no hubo a quien no se le mojaran los ojos. La calle se hincó a una, los hombres una rodilla sí, la otra no; las mujeres se cubrieron la cabeza con pañuelos, tocas, o cualquier tela o trapo que tuvieran a mano; la puta hermanada con la mocita; el dueño de la botica con el ciego de la esquina; la vecina cotilla rezando junto a la paseada de boca; el arrendatario y el arrendado.

 
   La noticia de su muerte corrió en pocas horas desde los corrillos de la puerta hasta la explanada frente a la bahía.


   ¡El padrino ha muerto!

 
   Rauda y veloz sobrevoló el istmo que une a la isleta con el resto de la isla llegando a todos los rincones: a los riscos y a los barrancos, a los arenales y a los frondosos bosques de pinos y tabaibas.
 
   ¡Se ha muerto el padrino!, pregonaban las bocas y la mala nueva llegaba a quienes moraban en los caseríos y habitaban las cuevas, a las cuarterías y a los sin techo, en la casa del pobre más que en la del rico. 
 
   ¡Que se nos ha muerto Juanito!
 
   Nunca por estos lares se vio entierro con tanta gente.






                                                                  Tara - Isabel Caballero

martes, 17 de abril de 2018

Pierna de carne negra







                       El enterrador (subtitulado "Pierna de carne negra")




     Abdelkader Makambo,  nacido en la tribu de Temne. Dice haber tenido, antes de la guerra, catorce hijos de sus tres mujeres, ha perdido la cuenta de los nietos y bisnietos.
     — Jefe, apunta sinco vaca y tresienta cabra y un poso. 
     Aldelkader cuenta su historia a José, médico voluntario, quién la escucha con la misma atención que presta a tantas otras historias parecidas. Escucha y anota, o hace como que anota, sabe que no son tantas las cabras, ni las vacas. 
     Abdel guarda la esperanza de que cuando la guerra acabe el nuevo gobierno le devolverá sus tierras y animales, y con suerte hasta su pozo. Lo cuenta con una retahíla monótona... resulta que un día, hace casi cinco años, llegaron los soldados reclamando el ganado, también a las mujeres jóvenes. No pudieron defenderse, no tenían armas. Mataron a los hombres y a los ancianos del poblado, a todos los que rebasaban una marca de seis palmos hechas en el tronco de un árbol con el mismo machete con el que hendieron su cabeza, lo dieron por muerto, sin embargo,  la voluntad de Alá otorgó que viviera aún con la cabeza sajada, una enorme cicatriz blanca en el mapa negro de su rizada cabeza. Luego envenenaron el pozo y quemaron la aldea. Lo cuenta como quien reza, desgranando las palabras en el mismo y exacto tono con el que enumera yo tenía tantas cabras y también un pozo.
     — Apunta poso, no olvida tú de poso.
     —Y un pozo.
     Ahora que ya no tiene familia, trabaja por un plato de comida al día en La Misión de San Michael, un viejo hotel desvencijado en la franja costera no demasiado lejos de Freetown. Traduce los diversos dialectos de los heridos y enfermos, de los moribundos que se acercan a la Misión. También abre hoyos para enterrar a los muertos, tiene los brazos fuertes de tanto cavar. 
     Cuando llega algún chico herido con restos aún del uniforme de la guerrilla, Abdel se niega a hablar con ellos, más  aún a enterrarlos si mueren, no hay fuerza humana capaz de convencer a Abdel de que son tan víctimas como el resto. Cuando se cruza con alguno escupe a su paso, no le mueve a piedad que les falte, por culpa de las minas, una pierna o puede que dos, y los odia tanto que, a escondidas de los misioneros y personal sanitario, desentierra sus cuerpos para ponerlos en dirección contraria a la Meca, luego da paladas de tierra sobre la fosa violada a la vez que echa maldiciones.
     Una mañana se acercó a la Misión uno de ellos renqueando con el muñón de la pierna vendado con restos del uniforme enemigo, de su mano una niña pequeña que apenas se tenía en pie. El doctor la tomó en sus brazos dándole un poco de agua con suero que vomitó enseguida. De un solo vistazo Abdel supo que, otra vez, tocaría cavar. 
     —Pregúntale su nombre.
     Abdel saludó a la niña con el clásico wali bena, y le preguntó por su nombre, le gustaba poner el nombre de quienes enterraba. 
     —¡Wali bena! Me llamo Aditu Makambo, de la tribu Limba, hija de Abdelkader Makambo y Laila Makambo. 
     No dijo nada más. Hizo el gesto de tener cuatro años  enseñando cuatro dedos de su mano levemente alzada.
     El chico de la guerrera no se apartó en toda la noche de la esterilla donde la niña agonizaba, cuando dejó de respirar lloró sobre su pequeño cuerpo inerte como si fuera su hermano. 
     Al amanecer el enterrador cavó un agujero hondo, lo más profundo que pudo, debajo del enorme árbol del algodonero. El muchacho le ayudó a cavar. Enterraron con cuidado a la niña, un pequeño bulto envuelto en una tela azul, tan azul como el cielo de Sierra Leona. En un madero escribieron el nombre de Aditu, hija de Abdelkader Makambo.
     De una de las ramas del árbol que daba cobijo a la tumba, Abdel hizo una horquilla que ofreció al chico y que poco a poco fue perfeccionando para acoplar su pierna mutilada, tenía la certeza de que pronto jugaría al fútbol como los demás muchachos de la Misión, al fin y al cabo era amigo del Jefe, seguro que el doctor podrá conseguir una de esas piernas de metal y goma que parecen casi de verdad. 
     —Jefe, apunta bierna.
     —Una pierna ortopédica.
     —No apunta tú carne rosa Jefe, apunta bierna de carne nigra





                                  Tara - Isabel Caballero




miércoles, 4 de abril de 2018

Retrato de una mujer descalza que escucha un saxo



   

    Vuelvo a casa. Los edificios de la Avenida Marítima, puntos de fugas que huyen del parabrisas, se mecen en el retrovisor, bailan envueltos en bruma de asfalto, cristal y acero. Poemas urbanos. Van, vienen y desaparecen. Una curva los aleja. Sombras chinescas.
    En el rellano saludo a mi vecina, nunca tiene tiempo de nada, sin embargo siempre sonríe y corre, corre mucho. Está empeñada en regalarme un gato, o una planta, o un novio, o un libro de cocina de dificultad mínima. Una vez cuidé a sus niños, una urgencia dijo la mamá, desde entonces la piel blanca de mi impecable sofá aún conserva la huella de unas manos sucias. 
    Mi casa es lineal, minimalismo de comodidad sostenido a base de pisar despacho, nada estorba la vista: cremas, crudos y tostados, orden máximo. Nadie holla el espacio salvo mi sombra.
    Reviso el correo: “Vino Selección” avisa de un nuevo envío y el dentista me recuerda que toca sufrir martirio el jueves a las cinco y cuarto, sea puntual.
    Me acompaña en la bañera una copa de un merecido lágrima negro de intenso color cereza con toques de regaliz, potente y carnoso de expresivo final largo en el paladar. Un milagro.
    Suena un saxo ahora.
    Pienso en él. Sus esporádicas visitas eran de puro “cloretilo de vitulia”, cloroformo virtual, técnica depurada de caricias. Las persianas plateadas rimaban con el quédate un poquito más, anda, y con la luna que asomaba sin avisar como si fuera su casa y no la mía, descarada y muda. Su rejo silente sorprendía primero el suelo, después la pared vacía, la esquina de la cama, la seda de una prenda abandonada.
     Suspiro.
    Rompe el techo que hace ángulo con la pared un reflejo verde agua. Solo es el faro de un coche que ilumina a ésta mujer solitaria que escribe, y presta luz al cuadro rubricado de prestigio, grande, pactado de modernidad que dice no sé, no sé de qué voy, ¿y tú? 
    La orquídea del vestíbulo, vertical y estricta, amable guiño albo cuenta de que a lo mejor resulta que sí, que sí que vive aquí una mujer descalza que escucha un saxo. 
    Sí. 


                                        Tara - Isabel Caballero

miércoles, 28 de marzo de 2018

Viernes de Dolores





                         Viernes de Dolores

   El sargento Pellicer miró a la mujer por encima del carnet de identidad que sostenía en su mano. Nadie diría, a primera vista, que había nacido en el año... parecía algo más joven... unos cincuenta como mucho, aunque quizás bajo la capa de maquillaje y del rojo de los labios perfectamente delimitados...
   —Así que Dolores García, ¿cómo es que se hace llamar Mimí? 
   —No me hago, todo el mundo me llama así, será por los años que he vivido en Francia. 
   Pellicer ya se había informado de que Dolores fue una de las tantas siervas de la Casa Grande de aquellos tiempos de la España profunda y rural en la que aún persiste, en ciertos sectores, el atavismo de respetar el olivar del amo, y sobre todo, de envidiarlo, aunque éste tuviera derecho de pernada y de lo que le diera la gana al señorito. Es lo que pensaba el sargento poniéndose inconscientemente de parte de Dolores o Mimí. Él también era hijo de campesinos. 
   —Y antes de que lo averigüe, sí, fui puta y a mucha honra, pero ya no, pregunte a quien quiera. Sabrá usted también el éxito que ha tenido mi taller, por fortuna. 
   Cuando se quedó preñada del señorito le dieron unos dineros, no mucho, con el que se fue a París donde tenía una prima sirviendo. Después de parir a la criatura y agotado lo poco que tenía, Mimí se ganó la vida trotando la misma orilla izquierda donde los tardíos existencialistas que quedaban también se la buscaban, la vida y la compañía. En fin, una historia como tantas otras.   
   La niña le salió bonita y fina. Como la madre no quería que siguiera su mismo “trottoir”, desde que cumplió los trece la apuntó en un taller de confección para que tuviera oficio y que no viviera, como ella, de la entrepierna. 
   —Tenga en cuenta, señora García, que solo son preguntas rutinarias dada la relación que mantiene, que mantenía,   con don Eufemiano Sanabria. No obstante, puede negarse a responder y a consultar con un abogado si así lo considera. 
   —A ver qué culpa tengo  de que el hombre haya fallecido,  que yo sepa, tener un querido no está penado por la ley. 
   Dolores miraba de refilón al sargento Pellicer anotando en en cuaderno de tapas negras todo lo que ella contestaba.  Le ponía nerviosa las cenizas del cigarrillo que el hombre se olvidaba de sacudir sobre el cenicero. 
   —¿Por qué motivo volvió usted a España hace... diez, perdón,  once meses? 
   —Por mi hija, no quería que siguiera los mismos pasos que yo, o que mi fama la perjudicara. Ya le he dicho que montamos un taller de costura aquí. 
   —Sí, ya veo, “Casa Mimí” —ratificó el sargento mirando su cuaderno —cerca del pueblo donde nació. ¿No habría sido preferible instalarse en alguna ciudad más importante? 
   Pensó que el policía no sabía nada de negocios. Precisamente por lo provinciano del lugar a las señoras le encantaba todo lo que sonara a extranjero, ella conocía bien a sus paisanos... hizo correr el rumor de que trabajó en uno de los “ateliers” de costura más importantes de París. Su pronunciación algo gangosa, el arrastre de las guturales erres y el fingido olvido de algunos giros castellanos hicieron el resto. 
   —Mi hija es una creativa magnífica, tiene un  arte especial con las tijeras; contratamos un par de modistillas del lugar para las tareas más rutinarias... eh voilà! 
   Si es que  no aprendía, en el fondo era una sentimental. Cuando casualmente vio al señorito, ahora señor, se le salió el corazón de su sitio. Él la miró como los hombres miran a las mujeres guapas y al poco estaban charlando animadamente en una de las cafeterías de la pequeña ciudad. No la reconoció y ella, por no romper el “charme” del encuentro no le dijo que la mujer elegante y cosmopolita que parecía admirar tanto, era la Dolores, o Lolita, como él solía llamarla. 
   —Así que  el señor Sanabria se vistió de nazareno en la casa de usted ¿no es así? 
   —De nazareno no, ésta vez iba de penitente. Yo misma ayudé a vestirle, si es que vivía más conmigo que en su propia casa, se encaprichó de mí, ya ve, aunque no soy su única querida, investigue usted. 
   —Ya lo hemos hecho. 
  —la mujer, la legítima, ya está más que acostumbrada a tanto cuerno. 
  El viernes de Dolores ella misma le colocó la túnica de lino blanca y la capucha marrón con la que se cubriría el rostro, le sujetó a la cintura la madeja hecha de cuerdas de cáñamo con la que luego se golpearía la espalda y hombros, y también la “esponja”, y además, le embadurnó los pies con aceite de oliva y romero para aliviar el camino; andar descalzo durante la procesión llaga los pies aunque libere de los pecados. 
   No tuvo otra que decirle quien era, y que la chica era su hija, ni por esa dejaba de rondarla  el muy cerdo, si es que tuvo que hacer lo que hizo porque no había otra. 
   —¿Y cómo sé yo que es mía? Puedes haberte quedado preñada de cualquiera.
   —¿Es que ya no te acuerdas? Fuiste el primero, luego claro..., ya en París no me quedó más remedio que...
   —La que es puta es puta. Anda, déjate de monsergas y  hazme eso que sabes hacer tan bien. 
   Le gustaba encañonarle la cabeza mientras le hacía su habitual felación, caprichos de señor.  
   Un día me va a matar, algún día se le va a escapar un tiro a éste pedazo de cabrón. 
   Por más que hizo por apartar a su hija de él, no pudo. Él era el que mandaba, y punto pelota, y si le daba la real gana se la quitaría ejerciendo el derecho de padre con tal de tenerla en su cama. Era lo que había. Sin más. 


   Mimí era muy cariñosa con sus queridos animales: cinco gatos, dos perros y dos periquitos. Los mimaba en exceso, la mejor comida especializada por razas. Le daba a sus mascotas algo que ella nunca había tenido: ternura y cuidados. 
   Eufemiano Sanabria cumplió la penitencia anual el Viernes Santo ante la imagen de La Dolorosa. Los penitentes asieron la empuñadura de las madejas de sogas y, balanceándolas golpeaban sus hombros y espaldas alternativamente, ora a la izquierda, ora a la derecha. Los flageladores perdían la cuenta de los golpes y a una señal del ayudante contador, paraban. El hermano cofrade, cuando considera que el arrepentido ya había cumplido, avisaba al práctico, quien le picaba la piel con la esponja, un instrumento de cera con seis cristales en forma de estrellas, doce pinchazos, pues doce eran  los apóstoles. 
   Las marcas de sangre de tantos arrepentidos pecadores manchaban las piedras de las calles como un sagrado estigma. 
   El señor del lugar no sobrevivió dos días a las heridas.  Las sogas de esparto y la esponja pasadas por las defecaciones de los perros, periquitos y gatos produjeron en el penitente una septicemia mortal. Murió entre escalofríos, fiebres altas, respiración acelerada y frecuencia cardíaca elevada. En su funeral se le trató como a un mártir y fue enterrado con todos los honores. 
   Un caso desgraciado, a veces ocurren esas cosas. No hubo más preguntas del sargento Pellicer. 



                                                Tara - Isabel Caballero

viernes, 23 de marzo de 2018

Despierte el alma dormida - Ana Madrigal Muñoz



     Altamente recomendable leer a nuestra querida compañera Ana Madrigal Muñoz en su primer libro "Despierte el alma dormida". 

     Es no solamente  un privilegio, sino una verdadera delicia leerla en papel. Una lectura que requiere sensibilidad y atención máxima para formar parte del mundo imaginario de su clasicismo exquisito en el modo y las formas que nos cuenta Ana Madrigal.

     Gracias Ana, por escribir como escribes.

"Irreal como la vida misma" autor Josep Mª Panadés


     Esta semana pasada tuve el grato privilegio de leer a un compañero que muchos de vosotros conocéis por estos lares, se trata de Josep Mª Panades y su libro "Irreal como la vida misma"  

     55 relatos cortos o cuentos me han dado momentos estupendos   en estos días que he tenido que hacer colas y esperas acompañando a un familiar a  su rehabilitación por un accidente sufrido.  Relatos cortos y entretenidos, ingeniosos, de diferentes estilos y, todos ellos,aderezados con una poderosa fantasía. Las esperas se me han hecho cortas y agradables, y es que es muy fácil sumergirse en el mundo fantástico del escritor Josep Mª Panadés. 
     

domingo, 4 de marzo de 2018

El cazador








                             EL CAZADOR

     


   El chico guarda silencio, no responde al ¡hola chaval!, y sale con su hermana al terreno baldío que hay frente a la casa; sabe que no pueden entrar hasta que avise su madre. Entretiene la espera apuntando, sin disparar, a los lagartos que asoman entre la maleza o de debajo de las piedras.
   El abuelo le enseñó a matar con el tirachinas a las culebras, lagartijas y lagartos que diezmaban el escuálido huerto. Como no eran ricos aprovechaban todo: la cámara de una rueda de bicicleta abandonada para las bandas de goma, un trozo de caucho de la lengüeta de unas inservibles zapatillas de deporte, lo que se terciara; también le mostró cómo trenzar el esparto para hacer una soga fina. Ahora que no está el abuelo, ni hay huerto que defender, ya no mata a los bichos. Tira a las latas vacías colocadas en fila, con tal puntería, que estas caen como si fueran naipes de una baraja. Los lagartos se han acostumbrado al seco sonido y ya no se esconden. Utiliza un silbido para cada uno de ellos, los de gran tamaño parecen dragones verdes; ora un chiflido largo acompañado de dos cortos; ora uno suave y prolongado, casi siseo.
   —Mira, ahí está Simonyi —señala la niña.
   —No es Simonyi, es Salmor, y la hembra que está a su lado Galliota, pero no hay que molestarla, te puede morder, está a punto de poner los huevos.
    —¿Va a tener hijitos Galliota?
   —¿No recuerdas cuando hace poco se le acercó Salmor inflando la garganta?, movía su cabeza de arriba abajo como diciendo que sí muchas veces y después se subió a ella y le mordió el cuello, ¿te acuerdas?
   —Sisisisisi —repite la niña dando cabezadas y síes.
   —Pues ya sabes lo que pasa siempre después, en un mes más o menos pondrá huevos.
   —¿Cuánto tiempo tiene un mes?
   —Cuatro semaaanaaas —responde el chico con paciencia alargando las aes de la semana.
   —Y la semaaana ciiinco días, ¿a qué sí? ─enseña su pequeña mano de cinco días.
El hombre sale acompañado de la mujer.
   —Me llevo a tu hermana, vuelvo en un rato.
   El chico no contesta a su madre. El coche en el que se alejan deja tras él una densa polvareda. Los lagartos vuelven a salir de sus escondrijos y rodean al muchacho mientras  pela una rama seca en forma de horquilla; con la navaja desbroza la corteza y, una vez limpia, recorta con cuidado una ranura en cada extremo superior para ajustar las dos bandas de caucho. Le resulta más fácil pensar cuando mantiene las manos ocupadas.
   Cuando por fin regresan madre e hija, la pequeña se sostiene el bajo vientre quejándose de que le duele.
   —Te dije que no comieras tantas porquerías, ¿te lo dije o no te lo dije? —grita la madre malhumorada a la vez que guarda en un bote de metal unos cuantos billetes.
   —¿Dónde te duele? —le pregunta el hermano.
   —Por aquí —señala.
   El chico  confía en llegar a tiempo a la celebración de la misa del domingo.  Lleva su mejor honda en el bolsillo trasero del pantalón. Camina con pasos firmes. Una fila de lagartos tras él, una larga sombra verde a sus espaldas.
   El sacerdote besa el altar y da la bendición.
   In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
   Los lagartos se sitúan en los pasillos laterales. Los fieles se levantan de sus asientos, hacen la señal de la cruz.
   Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, que domine a los peces, a las aves, y a todo animal terrestre.
   Los lagartos avanzan hacia el altar. Un niño le dice a su padre que hay bichos en el suelo, el padre le advierte de que en la casa del Señor hay que guardar silencio. Uno de los lagartos le guiña su tercer ojo al niño, un ojo parietal, y el niño le guiña el suyo de un solo párpado. Un pacto.
     El oficiante se lava las manos en un aguamanil de plata mientras entona salmodias.
   El muchacho se parapeta detrás de una columna cercana al púlpito. Extiende el brazo izquierdo sujetando con firmeza la base del tirachinas; el derecho a la altura de la mejilla. Codo, antebrazo y horquilla  en línea recta con el objetivo. Cierra un ojo, apunta y tira.
     Per omnia saecula saeculorum.
   La piedra sale disparada hacia el altar y se clava, certera y justa, entre los dos ojos del hombre que cae desplomado, parece un cuervo abatido. El resto del trabajo lo hacen los lagartos.


                                   Isabel Caballero

jueves, 22 de febrero de 2018

El novio de la muerte








                    El novio de la muerte 





     La vieja ciudadela de Melilla se aposenta cara al Mediterráneo, por ojos, sus cañones verdes apuntando desde la alcazaba fortificada hacia el marinero barrio del Mantelete; el faro asoma su perímetro pétreo sobre la bocana del puerto. 

     Al cuartel de la legión le guarda las espaldas el monte del Gurugú y un poco más allá el arrabal que vive de la soldadesca. Las moras que lavan la ropa apuntalan los frontis de las fachadas de sus casitas blancas y azules con palos oblicuos de donde cuelgan los uniformes, pantalones y guerreras sujetas por las hombreras, incompletos fantasmas meciéndose al vaivén del aire rifeño. Las gorras son palomas verdes con borlas rojas temblando en el horizonte de las putas. 

     El club de máquinas recreativas y el ciber espacio,  negocios prósperos abarrotados de guardadores de ausencias, dónde las fulanas no cuentan, algunas lo cuentan todo, que viven entre fronteras. La tasca de Pepe el manco huele siempre a tortilla de patatas, por suelo el serrín que empapa las borracheras. En aquella puerta el chocolate es del mejor; si quieres asuntos más fuertes te digo donde; a esa puta no le entres que mira lo que me pegó la muy. 
     El médico arregla los asuntos del va y viene, en el barrio se baila agarrado. Todas conocen al doctorcito dónde acuden las niñas malas y las de bien también. 
     —Hasta la tercera falta te lo apaño, más no puedo, aunque claro, depende de... 
     Tiene el galeno una casa en Málaga y otra en Marbella, y algo más debe tener. 
     Al brigada no me acuerdo lo encontraron tieso dentro de su coche en el pinar cercano al cuartel, los pantalones bajados hasta los tobillos,  la bandera patrióticamente izada. Costó trabajo arriar la evidencia del deceso en acto de servicio, del servicio de la asistenta social.
      Al novio de la muerte le rindieron los honores que el cuerpo de la legión hace a los suyos cuando lo despiden de la vida, éste lo hizo con la sonrisa puesta del me voy me voy que me estoy yendo...  y se fue, el pobre, para los siempres, amén.
    Era un valiente y leal legionario, su divisa no conocía  el miedo, su destino tan solo era sufrir. 
     La familia despide al padre, al marido de bravura sin igual con el pueblo de fondo al tanto de la movida, la viuda y sus hijos no se enteran de nada que están en su dolor, pesa en sus almas un doliente calvario y el alarido de la mujer navega por el aire hueco de la nave de la iglesia, un lamento esperpéntico con aire andalú que se nota en las palabras que se come el deje: ¡Ay Manué! ¡Ay mi marío! ¡Ay Manué! 
     Los domingos, a la hora del aperitivo, después de la misa de doce, los de buen vivir del centro suben al barrio de Cabreriza Alta. Con la cañita o el vermut una tapa de ¡Ay Manué! cortesía del lugar, una mini salchicha elevada por virtud de un palillo camuflado sobre tosta de pan cubierta de salsa de roquefor
     Algún legionario vive más con su mora que en el cuartel, más en el cuartel que con su familia, si es que la tienen cerca. Hasta siente  que la quiere, nadie como ella le ha dicho de esa manera que la niña sabe decir y se entretiene mirando la sombra de las pestañas de la muchacha en flor que ya sabe lo bien que funciona el cómo-tú-nadie. Soy valiente y leal legionario, y ella acaricia su nuca de soldado de brava legión. La morena consuela, sabe cómo hacer que se sienta el rey del mambo. 
     Huele el lugar a menta, a carbón, a anafre y cuero, a hachís, borrego y a orines mezclado de zotal. También a jazmines. Los geranios florecen en sus macetas de latas pintadas de añil o de verde o de rojo, hay mucho color en el barrio. 
     Un niño vende espárragos trigueros en la carretera que lleva a las fronteras de Farhana o en la de Beni-Ensar y agita los ramos con sus brazos morenos, parece que baile el morito al son de las verdes maracas despeinadas.


                         Tara - Isabel Caballero

martes, 30 de enero de 2018

Crónica sobre una provinciana





         Crónica sobre una provinciana




  A Rosa le parecía tener un cartel colgado de su cara que pregonaba: “Atención, viuda en buen estado”, claro que con los posibles de su fallecido esposo le salían pretendientes hasta debajo de las piedras. Como ninguno le gustaba y se aburría mucho, se escapaba del pueblo cada vez que podía.
  Lo primero que hizo en la capital fue ir al nuevo Centro Comercial. Subió en el ascensor panorámico que llevaba directamente a la sección de oportunidades... aunque luego lo pensó mejor, al fin y al cabo era libre para gastarse como le diera la gana el dinero tanto tiempo restringido por el rácano difunto.
   En el prestigioso local donde entró con cierta timidez, sonaba un violín de fondo y un ligero aroma a lavanda inglesa impregnaba el ambiente. Enseguida se sintió fuera de lugar, la falda algo arrugada por el largo trayecto. Se excusó con la dependienta, mucho mejor vestida que ella incluida la vez que se emperifolló para la boda de postín del hijo del señor alcalde. No fuera que creyeran que era una paleta casi ordenó que le enseñaran lo mejor de la tienda
    La arruga es bella, contestó de inmediato la empleada señalando la falda y oliéndose una buena venta.
  —¿Ah sí?
   —¡Por supuesto señorita!, fue el lema por excelencia de nuestra firma durante los ochenta —afirmó amablemente a la vez que le mostraba dos lineales y sencillos vestidos.
   Lo de señorita le encantó a Rosa, al igual que el peloteo, aunque los vestidos, la verdad, no mucho.
    —Mmm... negros no, mejor estampados... o al menos que tengan algún adorno en el hombro, o fruncidos en la cintura...
   —Tiene usted razón señorita, lo esquemático y minimalista está ab-so-lu-ta-men-te demodé. Ahora marca tendencia lo barroco —añadió la dependienta observando de reojo la anticuada enagua.
   Rosa, a sus cuarenta y algo, conservaba la misma cintura de antes de casarse, claro que le hubiera encantado tener hijos, pero en fin, no hay que darle vueltas a lo que ya no tiene remedio. La dependienta enseguida llamó a la encargada, quien después de saludarla con cortesía rozó los encajes del sujetador evaluándolos con las puntas de sus dedos preguntándole si eran de Chantilly, y Rosa le contestó que sí por no quedar mal, aunque de Chantilly sólo conocía la crema. Agradeció haberse puesto su mejor juego interior regalo de su difunto marido, el pobrecito nunca escatimaba en ropa íntima, al fin y al cabo fue el beneficiario durante veinte años de lo que había dentro.
    —Le traeré algo que le va a entusiasmar, querida.
  Volvió cargada de ropa y acompañada por Monssieur Pièrre, estilista, quien, después de ser presentado y olisquearle el dorso de la mano, se sentó en uno de los sofás circulares color metalizado del amplio vestidor, como si ver a señoras casi desnudas fuera un hecho natural.
   —¿Tomaría usted te, café, o prefiere una copa de Dom Pérignon?
  —Adoro el Don Periñón, mi esposo y yo, que en paz descanse, siempre lo tomábamos
   —Para mí un turco —ordenó el estilista.
   La gente salía y entraba, pinchaban alfileres, medían, retiraban vestidos para volver a traer otros, surgía, como por arte de magia, todo tipo de complementos: zapatos, bolsos, cinturones, collares, broches, imperdibles y pulseras, y hasta algún tocado y sombrero. Vestidos desperdigados y multitud de cajas vacías pues su contenido estaba sobre ella, en sus brazos, hombros, cuello, o cabeza. Un lugar muy activo, casi afiebrado.
   —Convendría abrirle una cuenta en nuestra firma señora de...
  —Rosita, viuda de Rodriguez, de los Rodriguez de toda la vida— añadió eufórica.
  El Mesié se llevó la taza de café a los labios mientras ella apuraba su tercera copa burbujeante. El dichoso violín sonaba con insistencia cansina mientras se probaba unos largos pendientes de cristal de roca de Boucherón que iluminaba su cara, o eso le dijo el amanerado estilista. 

  —¡Ah por fin asoma la luz a sus ojos mi querida señora! ¿Se da cuenta de lo hermosa que es usted?
  Luego vino lo de la cuenta
  —¿Es una broma? —Protestó Rosita con la voz ahogada mientras un flash de luz iluminaba su Visa de oro. Los lamés giraban en torno a ella; los dorados brillos formaban figuras concéntricas mezclándose los moarés y satenes con las casposas presunciones; los reflejos de las sedas salvajes con la hipócrita opulencia de los chiffons. Las redes de gasas y tules enredaron su mano que se resistía a soltar la jodida tarjeta. La encargada tironeaba de ella mientras el estilista apuntaba algo en su libreta de anotar tendencias, supongo que el hombre procedería a registrar un nuevo caso de provinciana venida a más.

miércoles, 17 de enero de 2018

Parodia sobre un policial



                                             


    

     Soy el hombre que encontró el cadáver de la mujer del ático.
     A los de la Gendarmerie Nationale les pareció demasiado casual que fuera precisamente yo, escritor de artículos policiales por entregas en el semanario “La voix de la raison”, quien les alertara del suceso. Era mi vecina, por tanto no es tanta la casualidad, pensé, sin embargo no quise discutir con la Autoridad, no fuera que me cargaran el muerto a mí, un extranjero sin apenas recursos. Les conté lo que sospechaba, uno de ellos tomaba nota de todo lo que decía en un pequeño cuaderno de tapas verdes y anillas del mismo color. Seguramente padecía de cierta presbicia, pues después de escribir tomándose su tiempo, estiraba el brazo para leer sus apuntes junto al único foco de luz natural de mi apartamento.
     —Mmmm…, así que desde este balcón fue desde donde usted pudo ver…
     —No hay otra ventana o balcón, señor Inspector.
     —Tengo entendido que es usted escritor.
     —Sí, eso intento.
     A veces hago incursiones en el género fuera del corsé realista, de inmediato son atajadas por el Señor Director, mi jefe, un pequeño burgués aspirante a mecenas que navega entre la literatura y la publicidad de los excelentes productos del barrio. Siempre me anima con su gangoso “Amigo mío, no nos queda otra que escribir para ellos”. El comunal tratamiento le obliga a ser generoso, tanto que no me paga un franco, a cambio me presta su buhardilla mientras dure nuestro "nos".
     Desde mi ventana puedo ver la cúpula del Sagrado Corazón asomada como una esperanza blanca sobre los tejados, flotando sobre las cosas, incluso sobre mi estómago vacío porque lo cierto es que como más bien poco. Es lo que hay. Por fortuna, en alguna ocasión me invita a almorzar algún amable parroquiano, la última vez, el perfumista. Antes de terminar la inevitable sopa de cebolla ya ha surgido en mi cabeza una nueva coartada, un giro en la trama, otro sospechoso más, quizás debido a los efluvios del mediocre vino de la viña de Montmartre donde crecen las vides al amparo de la tapia del cementerio, el mismo caldo que presta alas al anfitrión para solicitarme que el nombre de la futura protagonista de mi próxima entrega sea el de Marie Claire.
      —En los policiales no hay un solo protagonista señor.
     —Bueno, las reglas están para saltárselas ¿no cree usted? —guiñó un ojo a la vez que señalaba con la barbilla la bandeja de cordero asado que portaba  un camarero en volandas
   —Efectivamente, Marie Claire es un bonito nombre —afirmé convencido.
     Satisfecho, el perfumista se lanzó sobre los riñones de cordero con extremo deleite a pesar de su acre olor a orines; si su nombre no fuera el de Adolphe, debería llamarse Leopold, de apellido Bloom.
     A la hora de la siesta, el sol, clavado en el cielo del verano de París, sombreaba a rayas el cuerpo desnudo de Marie Claire a través de las persianas entornadas. Al menos así lo imaginé, y al perfumista regalando a su joven amiga el sobre quincenal con el dinero acordado camuflado entre el lote de esencias, y además, su precioso nombre publicado. Seguramente presumió de que casi todo el artículo lo había escrito él aunque lo firmara otro. Hay que dar oportunidades a los jóvenes que empiezan, más aún si están muertos de hambre —añadiría con cierta complacencia.
     Entre el ático C de la amiga del perfumista, y el mío, ático A, vivía la ya fallecida “Cecile Lelarge - Concertiste”, rezaba la placa de su puerta. La tarde anterior a la muerte de la profesora de música, hacía tanto viento que, del otro lado del fino tabique apenas se escuchaban los acordes del piano, los ejercicios repetitivos de sus torpes alumnos. Por fin la última nota cesó… y poco después comenzó el ruido. Un ruido rítmico, gemidos que no conseguía apagar el siseo del aire colándose por las rendijas del balcón. El aspecto anodino y discreto de la concertista, la seca expresión de sus saludos, el frunce apretado de su boca no hablaba de la mujer apasionada de edad incierta que no paró de gemir en toda la noche, siempre con la misma cadencia, ora paraba, ora seguía, ora sollozaba, suspiraba o volvía a jadear mientras yo intentaba escribir sobre temores, venganzas, motivos, oportunidades y medios.
     De madrugada se calmó el viento y por fin cesaron los sonidos sensuales de mi vecina. Cuando abrí la ventana vi a la concertista tendida inerte boca arriba en el suelo de su balcón y avisé inmediatamente a la policía. Los gendarmes me hicieron preguntas sobre ella. Apenas la conocía. Les conté lo de la noche anterior.
    —¿Tiene idea de quién era su acompañante nocturno?, ¿llegó a verlo usted?
     —No señor, ya le dije que solo escuché lo que escuché, no tenía ni idea de que la señora concertista tuviera un affaire d'amour.
     —Y de su otra vecina, ¿qué sabe usted?
     —Pues lo que sabemos todos, que está muy rica.
   —En su apartamento se encontró una revista con un artículo firmado por usted. La descripción de la joven protagonista coincide plenamente con la de ella, incluido el nombre de Marie Claire.
     Mientras el gendarme anotaba en su cuaderno lo que supuse mis respuestas, dudé por un momento en explicarle la historia del perfumista, claro que entre quedarme sin los sabrosos almuerzo que me ofrecía, o que hubiera alguna duda sobre mi falta de cooperación, opté por largar lo poco que sabía, al fin y al cabo estaba acostumbrado a pasar hambre.
     —Lo que le decía, que está muy rica y que a menudo recibe a caballeros, supongo que ya se habrá informado. Ella era una simple trottoir de las calles de Montmartre hasta que el señor Adolphe la retiró, aunque el infeliz cree que es el único con el que la señorita duerme la siesta.
     —¡Ajajá! —contestó el inspector en francés.
     Durante tres días fui agasajado por todo el mundo, no daba abasto a tanta invitación. Escuchaban mi teoría sobre lo que ocurrió la noche del asesinato. Los vecinos consideraban mi opinión, las mujeres me sonreían, incluso tuve una aventura con Marie Claire, y gratis. Mi jefe pactó un salario. La vida parecía sonreírme, pues todo el mundo supuso que gracias a mi testimonio darían con el posible asesino de la concertista, no en vano escribo lo que escribo, y al menos sobre papel, resuelvo casos de dificultad máxima.
     Al poco tiempo de realizar la autopsia, se supo que una antena del tejado doblada por el embate del viento fue la autora de los jadeos inexistentes de la infeliz fallecida por una parada cardiorrespiratoria, también la responsable de acabar con mi incipiente carrera de escritor policial.
     En fin, c'est la vie.




Dedicado especialmente a la compañera Eva Loureiro, experta en policiales.

miércoles, 3 de enero de 2018

Sin retorno








   

                     

     A pesar del frío, abrimos el alto ventanal asomado al horizonte de estrellas, nada hacía presagiar que fuera la última vez, nuestra última vez para todo: para las caricias, para nuestros encuentros fugaces, para algún reproche que otro, para amarnos como solo los desesperados lo hacemos.
     A menudo me sentía alejada de su vida, una tenue sombra en el leve hueco entre dos fechas de su agenda. No, no era fácil vernos, ni siquiera nuestro refugio era un lugar seguro al margen de la prensa.
     —El enemigo acecha —solía decir con una sonrisa.
     Era una noche de luna radiante, parecía que la hubieran colgado adrede delante de nuestros ojos, un aderezo en nuestro encendido escenario.
     —¿Estás seguro de que no ha sido uno de tus hombres quien ha preparado éste cielo?
     Aún estábamos mojados de flujos y sudor, él odiaba que saliera disparada a ducharme. A los dos nos gustaba sentirnos húmedos.
     —Claro que no —contestó por fin —aunque no te lo aseguro, ¿recuerdas aquella vez...?
     Me quedé esperando el final de la frase, en ocasiones usaba en sus discursos largas pausas teatrales, silencios premeditados,un método, una manera de atraer la atención sobre su persona, un foco verbal, sin duda era el genio de la palabra. Le escuchaba hablar medio adormilada, el impulso de su aliento en mi cuello cuando preguntó el ¿recuerdas...?
     Lo que ocurrió después fue tan inesperado como pudiera ser que el cielo, con sus estrellas, meteoritos, cometas, lunas y satélites se derrumbara desde su precario equilibrio hidrostático sobre nuestras cabezas. No hizo falta que me inclinara sobre su pecho para comprobar que ya no le latía el corazón, supe que no estaba a mi lado, lo decía el vacío de los ojos, la ausencia del que habitaba su cuerpo, la boca extremadamente abierta en el último acto aeróbico de su vida. De fondo sonaba el Mesías de Haendel, un hombre enorme que comía por cuatro, su música era física..., me di cuenta de que estaba recitando de manera mecánica sus opiniones sobre sus apreciados clásicos, supongo que para no llenarme de pavor porque un rato antes estábamos follando como locos, como dos furtivos enamorados.
     Puede que ahora crean que lo he matado, dice la historia que siempre es una mujer la que envenena. Encendí la luz de la mesilla y levanté el vaso, ya con el hielo derretido, mirando al trasluz el licor de almendra del que media hora antes bebíamos los dos, una mezcla de sabor extraordinaria, un poco amargo y un poco dulce, como la vida. Apuré lo que quedaba de un trago.
     Llamé por el busca a uno de sus guardaespaldas alojado en la cabaña vecina, tardaron en venir lo justo para encontrarme vestida y enseguida se ocuparon de todo. Ni siquiera pude llorar vencida en la avioneta de vuelta a casa, la cabeza del piloto no se giró ni una sola vez, ni arrebujada en una manta térmica pude dejar de sentir frío, ¡tanto frío!
     En los periódicos de la mañana la noticia de su inestimable pérdida en primera plana, la radio, la televisión, desde todos los medios anunciaron su óbito por un fallo cardiaco mientras descansaba en el refugio familiar junto a su esposa. El entierro, y a pesar de su pública notoriedad, se hizo en el más estricto círculo íntimo.
     Algunas veces me pregunto qué quiso contarme con su inacabada pregunta del recuerdo de un  ayer.
     Nadie debe arrepentirse de mirar el cielo, aunque desde entonces las noches despejadas ya no me parecen tan armoniosas, las estrellas no están colocadas en el firmamento con el único fin de que él y yo las contemplemos, se apagó la luz de mis ojos, que las miren otros, que otros y otras se embelesen con ellas, al fin y al cabo solo son gases, plasmas, fantasmas de lo que antaño fueron.




                                 Tara - Isabel Caballero