La lluvia desdibuja el puerto, el perfil del faro, los contenedores que eleva
una grúa y la silueta de una mujer que escribe
sobre un galeón español que da la vuelta a la isleta y enfila la ensenada. Adelanta
su estela una ágil carabela, es fácil
rebasar la nave que además escora. Las gaviotas circunvalan la mesana, picotean los
colgajos de un marinero insurrecto, ya no queda del infeliz casi nada, solo la
peste y unos trapos vacíos ondean y avalan que hubo una vez un hombre amarrado
del palo de popa.
El camarero interrumpe otra vez con un
impertinente y mal acentuado usted : —¿Va a tomar algo más usté?
—Otra tónica, por favor.
En la mesa del al lado, dos viejos monjes barbudos acompañados de siete frailes más jóvenes, conversan entre ellos en una extraña lengua.
Supongo que están disfrazados, el carnaval está a la vuelta de la esquina. Como
estoy aburrida, escucho lo que cuentan, de algo me sirvió el precario latín que estudié en cuarto y
quinto de bachiller allá por… Uno de
ellos se hace llamar Blandanus y el otro Maclonio, y hablan, creo, sobre una especie de ballena que flota, puede que participen en el concurso convocado por el Ayuntamiento, al que,
por lo visto, piensan presentarse. No está mal el premio por un artilugio
marino que navegue unas millas sin que se hunda, o al menos hasta llegar a la meta.
Por fin arriba la
nave. El capitán se sienta en mi mesa, espera en unos días pueda reponer a los exhaustos
cautivos. Antes de venderlos habrá que frotar la hediondez de sus cuerpos,
lustrar sus pieles con aceite de argana, curar heridas y disimular escorbutos.
A cada uno de ellos provee de camisa y calzón, sombrero de caña, y si ya ha
entrado octubre, chaquetilla de bayeta no demasiado gruesa que no conviene
acomodarlos. Para las mujeres vestido de algodón con enagua y un pañuelo que
cubra sus rizadas cabezas.
Las autoridades suben en el galeón de más
de treinta metros de eslora y cuadradas velas en el trinquete, mayor y mesana.
Casi doscientos vivos esta vez, y por lo visto tienen almas, empieza a decir la
iglesia
—Bienvenido Capitán. Me interesan mucho esos libros.
—A sus pies señora —contesta.
—Le compro su nave, pero no por el dinero que pide, no le
doy más allá de siete mil euros, que está para un desguace.
Desconozco la moneda de estas islas. Mirad que mi galeón ha surcado océanos y tengo
otros interesados en ella —replica dándose importancia y olfateando la tónica.
—¿Qué demonio es este brebaje? ¡Zagal…
una jarra de vino y algo de pitanza! ¡Rápido!
Devalúo la vencida carraca, no sea que el capitán me estafe.
—Pues no sé qué majadero querrá comprar un
viejo barco que enseña costillas. ¿Ha probado a ponerle fibra de vidrio
reforzado.
—Tiene un falso forro de madera de pino, pero los gusanos llegan hasta el duro cedro, perforan, cavan, crecen y engordan a costa de mi pobre nave y avanzan hacia las cuadernas. Para poder llegar a éstas afortunadas ínsulas usamos un emplasto de cinc, cal y orina mezclado con la estopa de cáñamo embreada metida entre las juntas de las tablas.
—¡Donde
esté el acero que se quiten cáñamos y estopas!
— ¿De qué invento habláis?
Le muestro el salero que mira con desconfianza dándole vueltas en sus manos. El capitán tuerce el gesto y cuenta que ha hecho intento de todo, salvo la descartada quimera absurda de doblar el fondo del casco con esa madera tóxica que mata a la broma, pero es tan endeble que solo el roce de la sal la henchiría.
Renuncio a la compra
de la nave, pero me intereso por los libros prohibidos de su bodega. También le
sugiero que si se presentara al concurso de artefactos ganaría algún dinero, no
paga mal el Ayunt…
—¡Mirad! —me interrumpe apuntando con su dedo la enorme ballena que entra en la bahía abarloándose a su velero.
—¿Pero que colegas ni que niños muertos…?
—Los de la comparsa de frailes, y el que estaba en su mesa, dijo que le pasáramos la cuenta a usté, la concejala de festejos.
—Yo no soy…
Ha dejado de llover.
En el charco de la entrada un barquito de papel agoniza igual que mi tarjeta
de crédito más seca que la mojama.


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