miércoles, 10 de diciembre de 2025

Sobre un capitán negrero, unos frailes, una ballena y una incauta escritora


                 Sobre un capitán negrero, unos frailes, una ballena y una incauta escritora




La lluvia desdibuja el puerto,  el perfil del faro, los contenedores que eleva una grúa y  la silueta de una mujer que escribe sobre un galeón español que da la vuelta a la isleta y enfila la ensenada. Adelanta su estela una ágil carabela,  es fácil rebasar la nave que además escora. Las gaviotas circunvalan la mesana, picotean los colgajos de un marinero insurrecto, ya no queda del infeliz casi nada, solo la peste y unos trapos vacíos ondean y avalan que hubo una vez un hombre amarrado del palo de popa.

     El camarero interrumpe otra vez con un impertinente y mal acentuado usted : ­ ­ —¿Va a tomar algo más usté?


     —Otra tónica, por favor.


    En  la mesa del al lado, dos viejos monjes barbudos acompañados de siete frailes más jóvenes, conversan entre ellos en una extraña lengua. Supongo que están disfrazados, el carnaval está a la vuelta de la esquina. Como estoy aburrida,  escucho lo que cuentan,  de algo me sirvió  el precario latín que estudié en cuarto y quinto de bachiller allá por…  Uno de ellos  se hace llamar  Blandanus y el otro Maclonio, y hablan, creo, sobre  una especie de ballena que flota, puede que participen en el concurso convocado por el Ayuntamiento,  al que, por lo visto, piensan presentarse. No está mal el premio por un artilugio marino que navegue unas millas  sin que se hunda,  o al menos hasta llegar a la  meta.


    
Por fin arriba la nave. El capitán se sienta en mi mesa, espera en unos días pueda  reponer a los exhaustos cautivos. Antes de venderlos habrá que frotar la hediondez de sus cuerpos, lustrar sus pieles con aceite de argana, curar heridas y disimular escorbutos. A cada uno de ellos provee de camisa y calzón, sombrero de caña, y si ya ha entrado octubre, chaquetilla de bayeta no demasiado gruesa que no conviene acomodarlos. Para las mujeres vestido de algodón con enagua y un pañuelo que cubra sus rizadas cabezas.

     Las autoridades suben en el galeón de más de treinta metros de eslora y cuadradas velas en el trinquete, mayor y mesana. Casi doscientos vivos esta vez, y por lo visto tienen almas, empieza a decir la iglesia

      El capitán esconde de los ojos del comisario de aduanas los libros prohibidos en barricas de doble fondo, a Petrarca y a Homero, a Virgilio y a Cicerón, y más ocultos aún a los aborrecidos del papa, Lutero y Erasmo. A la vista de los funcionarios deja los tratados de jurisprudencia, mapas náuticos y la autorizada Biblia.


     —Bienvenido Capitán. Me interesan mucho esos libros.


    
—A sus pies señora —contesta.


     —Le compro su nave, pero no por el dinero que pide, no le doy más allá de siete mil euros, que está para un desguace.

     Desconozco la moneda de estas islas.  Mirad que mi galeón  ha surcado océanos y tengo otros interesados en ella —replica dándose importancia y olfateando la tónica.

     —¿Qué demonio es este brebaje? ¡Zagal… una jarra de vino y algo de pitanza! ¡Rápido!

     Devalúo la vencida carraca, no sea que el capitán me estafe.

     —Pues no sé qué majadero querrá comprar un viejo barco que enseña costillas. ¿Ha probado a ponerle fibra de vidrio reforzado.

     —Tiene un falso forro de madera de pino, pero los gusanos llegan hasta el duro cedro, perforan, cavan, crecen y engordan a costa de mi pobre nave y avanzan hacia las cuadernas. Para poder llegar a éstas afortunadas ínsulas usamos un emplasto de cinc, cal y orina mezclado con la estopa de cáñamo embreada metida entre las juntas de las tablas.

      —¡Donde esté el acero que se quiten cáñamos y estopas!

     — ¿De qué invento habláis?

      —El acero es como el cobre, pero más duro.

    Le muestro el salero que mira con desconfianza dándole vueltas en sus manos. El capitán tuerce el gesto y cuenta que ha hecho intento de todo, salvo la descartada quimera absurda de doblar el fondo del casco con esa madera tóxica que mata a la broma, pero es tan endeble que solo el roce de la sal la henchiría.

     Renuncio a la compra de la nave, pero me intereso por los libros prohibidos de su bodega. También le sugiero que si se presentara al concurso de artefactos ganaría algún dinero, no paga mal el Ayunt…

     —¡Mirad! —me interrumpe apuntando con su dedo la enorme ballena que entra en la bahía abarloándose a su velero.

      Los frailes saltan de sus asientos, están medios borrachos,  se suben a lomo de la ballena dando gritos de alegría. El capitán tiene un rifirrafe con ellos, el volumen del animal ha escorado, más si cabe, su nave.

      Yo sigo escribiendo sobre lo que acabo de vivir,o acontecer, como dirían mis personajes,  y el camarero se acerca de nuevo.

      —Aquí le dejo la cuenta de sus colegas, señora.   

     —¿Pero que colegas  ni que niños muertos…?

     —Los de la comparsa de frailes, y el que estaba en su mesa,  dijo que le pasáramos la cuenta a usté,  la concejala de festejos.

     —Yo no soy…

     Ha dejado de llover. En el charco de la entrada un barquito de papel agoniza igual que mi tarjeta de crédito  más seca que la mojama.

   

 

 

 

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