jueves, 2 de octubre de 2025

COLORÍN COLORADO

                                                         







                                                                  COLORÍN COLORADO


¿Recuerdas cuando  vivías en la calle 59, a pie del Central Park South?

     Te hablo a ti, la Caperucita del pasado  que detestaba a su madre tanto como ella odiaba a su suegra, la abuelita rica con casa en la Quinta Avenida, por eso te enviaba a ti con la ofrenda dominical  por si la herencia se iba al carajo. Había que cruzar todo el parque,  lo llamabas bosque, donde corrías el peligro de que un lobo feroz te devorara, cualquiera de la manada. Aunque protestaste por la imposición, tu  madre esgrimió una razón irrefutable, la típica que dan todas  cuando no tienen argumentos.

      —¡Pero mamá…! ¿Por qué tengo qué ir?

      —¡Porque lo digo yo y punto!

     E ibas haciendo footing por Central Park con una caja de donuts de la pequeña y conservadora  tienda del West Village, todo un clásico.

 

            LO MAYOR Y LO MENOR

 

Estudiaste en un colegio de monjas. El  uniforme no era rojo como la capucha de  Caperucita,  era gris oscuro;  la  blanca camisa  había que mantenerla  siempre-siempre-siempre, tres veces siempre,  im-po-lu-ta,  tanto como la ropa interior. Así lo silabeaban   las  religiosas en su idioma,  para enfatizar la pureza de las tuteladas.

     Odiabas levantar la mano  para explicitar tu precaria  intimidad.

Sister Mary, ¿da su venia para ir al servicio?

     La hermana  solía darla, en cambio, la hermana Elizabeth, la del  temblor perenne en su cara, siempre  negaba el permiso:  un NO rotundo, y  aunque su boca dijera que NO, su rostro afirmaba  que SÍ,  un temblor en  yes-yes-yes que confundían a las alumnas con incontinencia urinaria.

     Una niña comentó que la monja tenía una enfermedad llamada parkinston o algo así.

    ¡Anda ya­­! – exclamó otra  alumna.

     —Te lo juro. Que  me vaya al infierno de cabeza si miento   lo sé de buena tinta porque mi papá es médico —contestaba de corrido  la sabelotodo  besándose  los dedos en cruz.

      La mayoría eran monjas preguntonas.

    ­Sister, ¿da su permiso para ir…?

      —¿Para lo mayor o lo menor? interrumpía.

      Lo menor, please.

     Algunas  decían   “lo mayor”  con tal de estar más tiempo fuera de clase. La estrategia no se podía repetir demasiado,  las monjas eran  muuuy listas aunque tuvieran  caras de criaturas bobaliconas de querubines celestiales  bajo sus tocas monjiles.

 

            BRAGAS POR CAPERUZA

Una vez te measte encima sin poder aguantar más.  El terrible castigo  consistió en estar  varias horas  en el centro del patio con el  cuerpo mojado del delito  en la cabeza a modo de caperuza o capirote, juzgada  y rea, condenada al mote de   “la meona” para siempre, tres veces always.

     Yo, la Caperucita presente, os  abrazo a todas  para que no os dejéis aplastar por vuestras diferencias,    niñas españolas o americanas, azules o verdes,  niñas de todos los lugares  de la tierra, de siete,  diez…  puede que trece o quince años,  necesitadas   de ser   amparadas, amadas, cuidadas… todos los términos acabados   en “adas” que suplan vuestras carencias de respeto  y protección.

 

            EL LATROCINIO

¿Recuerdas  el  robo fallido de los dedales? Aprovechaste un recreo para entrar en el aula de labores  rebuscando en los costureros de las niñas ausentes. Los más bonitos, algunos incluso de plata, un puñado de pequeñas joyas escondidas en los bolsillos del delantal gris, tan gris como el uniforme gris, como las grises nubes casi negras asomando al patio central  de baldosas negras y grises.  Pequeños regalos para   las niñas  que no eran de tu clase. Obsequios para que te quisieran, para que fueran tus amigas, o no sabías exactamente para qué o el porqué. Te pillaron enseguida, Caperucita urraca poco espabilada.

 

            LOS CAMBIOS

Volvimos a España. La adolescencia no fue amable con tu cuerpo patilargo y flacucho. Hasta los quince no empezó a florecer tus diminutos  senos. En la nueva pandilla tampoco encajabas,   pequeñas pruebas a las que te sometías con tal de pertenecer al grupo homologado: hacer recados, pasar notitas de fulanita le gusta a menganito,  resolver los deberes de otros a cambio de respirar el mismo aire que el resto de la banda.   En fin, eras la última de la fila envidiando los piropos, tan denostados ahora,  con los que los  muchachos gordinflones  o canijos en plena pubertad y algún  adonis adorado por todas,   lanzando lindezas  a las Caperucitas guapas. A ti, aunque dominaras el "espikinglis", ni de coña, Caperucita Gris.

     Aquel verano milagroso, en el que casi de golpe te pusiste tan bonita,  cumpliste  los dieciséis,  y a partir de entonces… todo cambió.

     ¡Resultaba tan  increíble tener el poder de sentirse adorada! Encajabas    en cualquier parte,  con o  sin lobos.  Todo fue radiante  durante un tiempo, y luego llegó la Vida con mayúsculas.


            Y COLORIN COLORADO

A lo largo de los años paladeaste los frutos prohibidos, los amargos néctares y las dulces hieles. Aprendiste a levantarte y a recaer;    a ser tierna e implacable.  Creciste a pasos de gigante de botas de siete leguas. Volaste con  las alas abiertas y también  escorada desde NY  a ¡tantos lugares!, y supiste del desencanto y de las virtudes del amor. Todo eso y muuucho más, tanto  que no cabría en ningún cuento  edulcorado de los Hermanos Grimm ni de Perrault, incluidas  las  moralejas de finales felices de comieron perdices. Cuentistas reales e imaginarios te abocaron al ahora: una mujer completa e imperfecta,   una caperucita adulta revestida con toda la gama de colores de la paleta cromática sin descartar los lúgubres grises y negros y sin poner en valor solo al rojo.

 



                                                                          900 palabras


martes, 2 de septiembre de 2025

BESOS

 

      

 
                                                           "Los amantes" René Margritte





                                                                          BESOS


Hace solo unas horas me despedí de él. Sería nuestro último y definitivo encuentro. La tela del olvido selló nuestros labios.

Cuando corrí a los brazos de mi  amor, tuve la sensación de sobrevolar un prado de flores. Me arrodillé ante él sosteniéndome de su poderoso cuello. Un beso iniciático en mi mejilla. La luz dorada del sol inundó este nuevo comienzo.
 

                                                                   "El beso" Gustav Klimt






                                                           


sábado, 5 de octubre de 2024

El camino y otras zarandajas

 

   


  


                                                        

La bajada hasta la costa desde la carretera principal  era un camino de tierra apisonada bordeada de tomateros por donde pocas veces circulaban coches,  menos aún la guagua municipal. En ese terreno los muchachos jugaban al futbol con suficiente  antelación para interrumpir el partido si algún vehículo, carreta, burro y hasta rebaños de cabras bajaban por el camino; el desnivel permitía vislumbrar con tiempo para  apartarse entre juramentos y mecagoendiós. 

   Los niños y niñas mezclados en la arena de la playa practicábamos “el  clavo”; un juego de mañas con un clavo grande de unos veinte centímetros  que consistía  en hincarlo sin que la cabeza tocara la arena. Unos pocos adiestrados conseguían hacer un “zapatero”, o sea, todas las artes de un tirón…, desde la  mano,  el codo, los hombros, la cabeza… cada tirada con nombre propio: “la tirolina”, “la  pajarita”, “los cuernos”…

   En las atardecidas, los chicos y chicas que ya no éramos tan niños, casi rozando la frontera de la adolescencia,  o que aparentábamos más, sobre todo las muchachas si nos crecían los pechos a los once o doce, o a las catorce,  jugábamos al pillapilla, a la botella, a decir verdades con la paga de un beso entre los limoneros,  mangos y aguacateros de las fincas de la zona. Allí, bajo uno de esos aromáticos árboles frutales le solté  un “Zuéltame el braso” al muchachillo   de ojos azules y  flequillo tieso, intercambiando la zeta por la ese de lo nerviosa que estaba en  aquel juego mezclado de géneros, (lo llamábamos de otra manera).  Era la primera vez que un chico me sujetaba el brazo,  una excusa para rozarnos la piel, las manos o puede que los senos inexistentes aún. Él se burló  de mi torpeza repitiendo el “zuéltame  el braso”  de  la niña  vergonzosa de  diez años que  no tenía ni una sola falta de ortografía.

   Por imposición paterna me pasé aquel  aburrido  verano haciendo dictados, aritmética, divisiones de varias cifras, historia de aquellla nuestra España única, católica y apostólica  regida con mano firme por un enano prepotente e impotente pese al brazo incorrupto de santa Teresa que obraba milagros salvo en las partes íntima del salvador de nuestra patria. Eso contaban años más tardes.

     Tuvimos que trasladarnos a la capital, un acontecimiento importante el examen de ingreso al bachiller. Conseguí puntuar  ¡un diez y matrícula de honor!  La frase con la que me la gané  era la siguiente: ¡Vaya con el caballo bayo que saltó la valla!, que hay que ser muy hijos de su madre para torcer tanto las elles, las y griegas, las uves y las bes. Yo estaba que no me lo creía.

   Cuando empecé el  bachiller me presentó el mismísimo director como una niña ejemplar lo que me ganó de inmediato  la antipatía de toda la clase, y decidí desde el primer segundo que no quería ser la empollona oficial, así que suspendía aposta aunque me mordiera los labios y cerrara los puños al cometer tropelías con la ortografía, las zetas, las eses y otras zarandajas.  Con el resultado de  la primera evaluación, el señor director convocó a mi progenitor, y aunque en los ojos grises de mi padre vi el brillo apagado de la decepción, estaba decidida a forma parte de la troupe aunque el grupo estuviera compuesto de imbéciles integrales. Es más fácil estar  dentro de un conjunto homologado que siendo la tangente variable fuera de la órbita establecida. Lo pensaba con otras palabras, claro.

   Sí. Me gustaba mucho, pero mucho, el  muchachillo del flequillo tieso y ojos azules. Tiempo más tarde, en aquel ya menos pueblo donde hasta había una pequeña iglesia donde el  chico adorado se casó con su novia, escuché las campanas de boda.  Mientras se casaban,  yo ojeaba y hojeaba las viñetas  y admiraba al increíble Quino y su Mafalda. Pensaba a quien se parecería mi amor platónico e inalcanzable… ¿a Felipe…?, ¿el despistado y soñador quijote siempre enamorado de una quimera?... ¿a Manolito… el gallego comerciante de…?, puede que algo de él tuviera, al menos el padre del recién esposado, dueño de un cafetal que mezclaba los granos de café con garbanzos tostados,   pero él quizás fuera más  Miguelito tan seguro de sí mismo y de su belleza perfecta;  puede que sí, o puede que no, puede que fuera la suma y resta de tantos personajes ficticios que pasaban  por mis ojitos de lectora y consumidora de comics. Puede que mi inexperiencia necesitara referentes de papel, dibujo y letras. Puede que…

   Y muchos años más tarde, muchos más, después de tantos amores interruptus, tantas jodiendas, desacuerdos, placeres, sabores, dolores y alegrías, tanto de todo, tanto tanto… ese chico se apoya ahora en mi brazo. Lo  sostengo con firmeza convencida de que saldremos adelante. Incluso sonrío. Acabamos de salir del neumólogo y del tac que diagnostica unas pequeñas sombras amenazantes en su pulmón derecho. Una  espada de Damocles sobre el futuro incierto. Lo sujeto  y el me sostiene a mí con su flequillo ya blanco, su espalda algo encorvada aunque haga esfuerzos para mantener el tipo, porque no hay nada que nos tumbe, los años solo son números,  nos tumba otras tropelías, otros sinsabores, así que mi braso con ese y su corazón con Zeta mayúscula, sus manos en las mías conforman una historia, un camino recorrido  y por recorrer con las letras del abecedario precisas, o sin ellas.  

                                                                

miércoles, 12 de junio de 2024

Rata de archivador


 



      

                                            RATA DE ARCHIVADOR 

   Dada mi condición de historiadora  me destinaron a la ciudad autónoma de Melilla a  rescatar, ordenar, y finalmente digitalizar, los buques españoles  que operaban en la franja marítima entre España y Marruecos. Era mi primer trabajo no teórico y carecía de  experiencia.

   Con una mochila llena de expectativas, ilusión  y algo de miedo, me embarqué desde Málaga. Al parecer,  me adelanté varias   semanas  a la ejecución de dicha Ley  de Puertos del Estado que facultaba al Gobierno para la constitución del  personal civil. Todos  mis compañeros actuales, por llamarlos de alguna manera,  eran  militares de diversos grados. No colaboraron en hacerme partícipe de los diversos trabajos de mi área de historiadora, no sé si por ser mujer, joven, inexperta o simplemente porque les jodía desprenderse de lo que hasta ahora había sido sus dominios.  Me advirtieron que no me pagarían el tiempo anticipado

   –Ya que me he adelantado por error, estaría agradecida, señor comandante, le ruego  que  me permita… —comenté  subiéndole la graduación —para ir poniéndome al tanto de…

     Me cedieron el archivo. Un  sótano lúgubre pletórico de libros y legajos. Comencé por el que encontré más antiguo, 1888, un tomo escrito a plumilla de la construcción e historia registral, incluso hundimientos o desguaces de los diversos buques mercantes.

     Lo cierto es que tenía  poca pasta hasta que me pagaran, supongo que por orgullo e independencia me avergonzaba pedir ayuda  a mis padres.

  Descubrí un pequeño baño con ducha y un catre en el cuarto contiguo. Sin pedir permiso a la Autoridad, compré algo de productos de limpieza, y con mi saco de dormir me las apañé. Al no haber vigilancia por la tarde noche aprovechaba para echarle un vistazo a las normativas y al funcionamiento de las oficinas gracias al juego de llaves que encontré para salir a comer y tomar el aire.  

  Lo peor de la primera noche fue la rata que asomaba  al oler la comida que traía de fuera. Al principio se mostraba cautelosa. En un par de días y con paciencia, dejamos de tener miedo la una de la otra. Sus ojos eran de color miel.  A la semana empezaron a crecer mis uñas de pies y manos tanto como las suyas.  La soledad hacía que hablara en voz alta con ella.  Parecía entenderme. No sé si fue debido a que la alimentaba bien que cada vez me parecía más grande. A la luz de la única bombilla del aseo, en  el espejo medio resquebrajado del lavabo descubrí que mi melena se estaba volviendo de un rubio ceniciento. Falta de luz solar,  supuse.

  Las llaves debieron de cambiarla de lugar, al no encontrarlas,  comíamos los desperdicios que los militares dejaban en sus papeleras: la mitad de un sándwich, las cortezas de una pizza…. Repartíamos todos los tesoros comestibles que encontrábamos.  Me enseñó que mezclando las sobras con el papel, bien salivado y masticado de las añejas hojas de los libros registrales saciábamos  algo el hambre.

  Hablé con ella, o con él, desconocía su género. Le expliqué que los tomos ni se tocaban, que dependía de mi futuro trabajo. Pasó de mi cómo de la mierda.

  Perdí la noción del tiempo. Dormíamos juntos, y para entonces ya descubrí que era todo un macho repetidor, siempre sabía cuándo  me encontraba en las mismas condiciones sensitivas que él.

  Cierto día se escuchó mucho jaleo y al mediodía una especie de celebración. Por la noche la rata y  yo descubrimos que era la despedida de los militares cediendo sus funciones a los funcionarios civiles. Nos pusimos a tope de comida y sobras, y el resto lo arrastramos  al sótano a buen recaudo. Tendríamos comida para cierto tiempo.

  La rata parecía preguntarme vibrando sus  bigotes  tan largos ya cómo los míos, si no me iba a presentar a mis nuevos compañeros. Yo había engordado tanto que parte de la ropa se había rajado.

  A las siete de la mañana las limpiadoras hicieron su trabajo en las oficinas y también en el sótano. Nos escondimos como pudimos. Mi macho y yo ya éramos casi del mismo tamaño. Escuchamos conversaciones gracias a meternos, yo arrastrarme, por los tubos de ventilación verificando que el cambio de poder se había producido. Alguien preguntó por la historiadora. Alguien contestó que había desaparecido a partir del primer día. Alguien habló con la policía y con mi familia. Mi móvil ya no funcionaba. Estaba tan inflada que comprendí que estaba preñadA. 

   Hasta el nacimiento de las criaturas me  divertía escribiendo  historias  inventadas en las últimas hojas de los tomos  registrales, “Los bereberes atacaron a la tripulación que valientemente se defendió…” la rata escupía sobre las letras recién trazadas,  arañaba con sus garras para envejecer la tinta y el escrito.

  Una mañana  un nuevo historiador  exigió que los libros, para preservarlos de la humedad, los subieran a las oficinas para digitalizar lo que se pudiera. Escondimos a nuestras crías para no dar la alarma y le enseñamos que el silencio era nuestra mejor arma.

   Al historiador  "Honoris Causa", lo volvieron a premiar al cabo de unos años por los datos extraordinarios que encontraron en algunos de los libracos, (los que yo había escrito como pude con mis garras de rata).

   Algunas de las muchas crías que tuvimos emigraron a otras latitudes una vez crecidas, pues no era cuestión de que nos descubrieran y nos exterminaran,  dado el hito  histórico y sorprendente  que habíamos logrado en  horario nocturno.


                         900 palabras

                       Isabel Caballero 

jueves, 8 de febrero de 2024

CORAZÓN PARTIDO

 

                                                               



                                                                      CORAZÓN PARTIDO



No era costumbre que las mayoría de las mujeres embarazadas del medio rural, antes del alumbramiento    acudieran al hospital de Ratlam, Centro India. Para  Kan y Sohait fue toda  una sorpresa cuando ella dio a luz a una criatura con dos cabezas, dos corazones, y solo dos brazos y dos piernas. Al parecer, no compartían ningún otro órgano vital. Esta anomalía de los gemelos siameses unidos por un torso era conocida   en el ámbito médico como  parapagus dicefálico, que  en la mayor parte de los casos  terminaba en mortinato. Tras el milagro de haber nacido vivos, y a  pesar del alto riesgo, el equipo médico aconsejó  la opción de sacrificar al más débil  de ambos. El matrimonio se negó. ¿Quiénes eran ellos, pobres mortales, para oponerse al designio de los dioses?

   Los afligidos padres volvieron a su aldea, donde “la criatura”, como todos la llamaban,  fue todo un acontecimiento. Como no hay mal que por bien no venga, cobraban la voluntad a los curiosos de la aldea y alrededores que quisieran contemplar el macabro espectáculo de la deformidad. Incluso acudían desde lejanos lugares.

   Una de las cabezas era mayor que la otra, ojos casi ciegos cubiertos por una nube gris, dos enormes agujeros por fosas nasales y una boca de labio leporino tan  voraz que vaciaba, en menos que canta un gallo, la teta de su madre  dando cabezazos a la pequeña cabeza de su hermano desplazándola para vaciar la otra mama.

   El pequeño  jibarizado, en contraste con el mayor,   tenía un bello rostro, ojos negros y almendrados, equilibrado y armonioso todos sus diminutos  rasgos.  A medida que pasaban los meses, el pequeño iba disminuyendo cada vez más, ni siquiera luchaba por la leche de su madre. Incluso se apartaba para que el gigante devorara su ración. Con los años la cabecita solo era una pequeña miniatura hermosa y sonriente, amable con sus padres, vecinos y visitantes.  Ni una sola queja salía de sus bien formados labios, ni una lágrima de sus ojos almendrados. A medida que se desvanecía, algo de su belleza y bondad parecía contagiarse al hermano.  Se disolvió   la nube gris que le velaban los ojos,  compartía la comida con su ya casi inexistente hermano, se volvió generoso demasiado tarde. ¡Ósmosis o milagro!, ¡quién sabe!

    Con los años, cuando la cabecita del gemelo menor desapareció, quedando solo el vestigio de una verruga en el cuello del hermano  sobreviviente, este lloró arrepentido por su inicial egoísmo.

   Una sola cabeza con dos corazones de  sentimientos encontrados,  con dudas, desconcierto,  incertidumbres, aciertos, errores, amores y odios, cometiendo actos valerosos y atropellos. Era feliz a ratos, y desgraciado en ocasiones.

   El gigante no era un David ni un Goliath. Tenía el corazón dividido.  El resto de su vida  navegó entre  el  desasosiego y la esperanza, como cualquiera de nosotros, frágiles  seres humanos imperfectos.

 

sábado, 7 de octubre de 2023

El horizonte del agua

 









Ya rebosan las presas, ya corre el agua por los barrancos. Los más jóvenes pregonan el recorrido líquido y la buena nueva se propaga de boca en boca. Serpentea el agua por los cerros. Suben los impacientes al monte en mulas, a caballo, unos cuántos en camionetas, la mayoría, a pie. Cuentan que llega brava, arrastra el puente de palos ahogando alguna cabra y al burro ciego que mueve el molino de gofio, el pobre no vio venir la barranquera.

La gente a una se asoma al valle, desde el treinta y seis que no llovía.

En el Ayuntamiento se reúnen de madrugada los de siempre. El pueblo espera en la calle hasta que por fin se ordena que abran los silos, se reparte el grano, acaba la restricción del "por si acaso".

Mi madre dice que si don Antonio ronda cerca me meta enseguida en la casa. Ahora no sé si habla del asno ahogado o de otros asuntos, que no la entiendo. Farfulla sobre el crujir de la vida, solo afecta a los de siempre, egoístas negadores del pan del pobre, siempre gira en el mismo sentido la noria, acontecida perenne.

—¿Qué dice usted, madre…?

—Nada, hija, cosas mías.

Resopla el agua, bufa, entra por fin en el valle ¡Bendita sea! ¡Ya llega! Anega orillas.

La banda municipal estrena pasodoble a ritmo de voladores y papagüevos. Don Felipe el boticario, como es peninsular, los llama gigantes y cabezudos, que raro suena de esa manera; aquí, en la isla,  le ponemos el nombre que nos da la gana. El cura dice que llovió gracias a sus novenas y rogativas, y el republicano Manuel, abarloado de izquierdas y carne de preso le dedica una rima en décimas, de primer verso “mecagoendios”.

Ya es de noche y aún llueve, pero al pueblo no le importa mojarse. El ron y el agua se hermanan por una vez. Envuelve el aire un sahumerio de calamares secos, no hay nadie como un costero preparando salazón y jareas.

Los ingleses del valle también acuden a la plaza, ahí está el hijo del que trajo la maquinaria de cavar pozos y el inventor de los ladrillos huecos y del Mister rico de la casa grande todos saben que se trae las libras esterlinas dentro de las ruedas de los camiones con el beneplácito de la autoridad, la autoridad es que es muy generosa si quiere serlo.

La concejala de festejos y barullos sube taconeando la tarima y dice…

—¿Qué dice,  padre, que no la entiendo…?

—Ná, m´hija, lo de todos los años.

Miro a un niño que parece un sol vestido de canario, más guapo no puede ser, pantalón y chaleco negro, el fajín encarnado, seguro que lo termina perdiendo.  Se baja de un salto de la carreta y le da una palmada al lomo del buey que lleva la ofrenda a la virgen. Apenas siente el gigante las manos del chiquillo que le palmotea diciéndole ¡muy bien, muy bien! como si fuera su perro. No se altera el sereno animal,  rumia pensamientos ajeno  al jaleo de la fiesta. Envidio su serena actitud, nada consigue sobresaltar su manso ensueño. Miro al buey y me veo reflejada en sus pupilas.

Miro al borracho del pueblo, se han cogido cariño la melopea y él, llevan juntos desde la amanecida.

Miro al músico soplador de micrófonos… probando, probando, un, dos,  un dos, y miro a la pareja que  baila siempre pegadito aunque toque suelta; se quieren mucho.

Así, por las buenas, porque lo dice él y punto,  el patrón baila conmigo  sin poner el pañuelo de la cortesía entre su mano y la mía porque no soy una señorita, solo la hija de uno de sus aparceros, ni se acuerda de su nombre.

—Esta noche te vienes conmigo niña, que hay trabajo para ti en mi casa.

—Es que mi madre me necesita, don Antonio…

No me atrevo a respirar, me duele el pecho. La voz se me quiebra. Mis viejos están sentados  en el banco de piedra de la plaza agarraditos de las manos, no se atreven a oponerse al mandado del amo.  La mantilla blanca de las fiestas sombrea la cara de mi madre. Mi padre agacha el gesto, tan doblado como cuando siembra las papas del dueño.

Por la mañana, el amo mete  en el bolsillo de mi delantal unos dineros para que mi madre me compre agua de rosas y ropa decente, no quiere que vaya a su cama con los interiores hechos de sacos de azúcar.

Remonto el camino de mi casa, antes me lavo en el agua casi helada de la poza refractada de palmeras y restriego la mala noche de mis muslos. No siento el frío. La puerta de María se cierra a mi paso y el marido de Antoñita me mira de otra manera, cuelga una colilla de sus flácidos labios.

Veo los pinos, los almendros en flor, la vereda aromada de brezos que bordea el camino de subida a mi casa. Bajo la reciente lluvia brillan los papayos, mangos y aguacateros, parecen joyas.




                                                                  


martes, 5 de septiembre de 2023

EL NEGRO

 

 





                                                                             EL NEGRO

Lo trajo el mar desnudo a la puerta de mi casa costera. Le di agua, comida y cobijo. Chapurreaba  nuestro idioma y me contó que fue el único superviviente del viaje maldito. La franja que separa Canarias de África es un cementerio marino. Tenía un cuerpo perfecto tallado en ébano. No pude evitar, ni quise, echarle un vistazo a su miembro viril donde grabado en rojo destacaban las letras PDMDESEO, quiero recordar. Pensé que era un tatuaje tribal.

—Soy escritora..., o eso intento —le conté señalando los folios en blanco.

—Yo soy… era, contador de cuentos en mi aldea.

Desde entonces, viajamos de la cama al escritorio, donde crecen las historias;  y del escritorio a la cama, donde crece la pasión.PÍDEME UN DESEO… Y LO VERÁS POR ESCRITO grabado en rojo y negro stendhaliano sobre  la sublime  erección de su pluma de oro.

Los efectos secundarios de la letra pequeña son evidentes.