La bajada hasta la costa desde la carretera principal era un camino
de tierra apisonada bordeada de tomateros por donde pocas veces circulaban coches, menos aún la guagua municipal. En ese terreno los
muchachos jugaban al futbol con suficiente antelación para
interrumpir el partido si algún vehículo, carreta, burro y hasta rebaños de
cabras bajaban por el camino; el desnivel permitía vislumbrar con tiempo para apartarse entre juramentos y mecagoendiós.
Los niños y niñas
mezclados en la arena de la playa practicábamos “el clavo”; un juego de mañas con un clavo grande de unos veinte
centímetros que consistía en
hincarlo sin que la cabeza tocara la arena. Unos pocos adiestrados conseguían hacer un “zapatero”, o sea,
todas las artes de un tirón…, desde la mano, el codo, los
hombros, la cabeza… cada tirada con nombre propio: “la
tirolina”, “la pajarita”, “los cuernos”…
En las atardecidas,
los chicos y chicas que ya no éramos tan niños, casi rozando la frontera de la
adolescencia, o que aparentábamos más, sobre todo las muchachas si
nos crecían los pechos a los once o doce, o a las catorce, jugábamos al
pillapilla, a la botella, a decir verdades con la paga de un beso entre los
limoneros, mangos y aguacateros de las fincas de la zona. Allí, bajo uno de esos aromáticos árboles frutales le solté un
“Zuéltame el braso” al muchachillo de ojos azules
y flequillo tieso, intercambiando la zeta por la ese de lo
nerviosa que estaba en aquel juego mezclado de géneros, (lo
llamábamos de otra manera). Era la primera vez que un chico me
sujetaba el brazo, una excusa para rozarnos la piel, las manos o
puede que los senos inexistentes aún. Él se burló de mi torpeza
repitiendo el “zuéltame el braso” de la
niña vergonzosa de diez años que no tenía ni
una sola falta de ortografía.
Por imposición
paterna me pasé aquel aburrido verano haciendo dictados,
aritmética, divisiones de varias cifras, historia de aquellla nuestra España
única, católica y apostólica regida con
mano firme por un enano prepotente e impotente pese al brazo incorrupto de
santa Teresa que obraba milagros salvo en las partes íntima del salvador de
nuestra patria. Eso contaban años más tardes.
Tuvimos
que trasladarnos a la capital, un acontecimiento importante el examen de
ingreso al bachiller. Conseguí puntuar ¡un diez y matrícula de honor! La
frase con la que me la gané era la
siguiente: ¡Vaya con el caballo bayo que saltó la valla!, que hay que ser muy
hijos de su madre para torcer tanto las elles, las y griegas, las uves y las
bes. Yo estaba que no me lo creía.
Cuando empecé
el bachiller me presentó el mismísimo director como una niña
ejemplar lo que me ganó de inmediato la antipatía de toda la clase,
y decidí desde el primer segundo que no quería ser la empollona oficial, así
que suspendía aposta aunque me mordiera los labios y cerrara los puños al
cometer tropelías con la ortografía, las zetas, las eses y otras
zarandajas. Con el resultado de la primera evaluación, el señor director convocó a mi
progenitor, y aunque en los ojos grises de mi padre vi el brillo apagado de la
decepción, estaba decidida a forma parte de la troupe aunque el grupo estuviera compuesto de imbéciles integrales. Es más fácil estar dentro de un
conjunto homologado que siendo la tangente variable fuera de la órbita
establecida. Lo pensaba con otras palabras, claro.
Sí. Me gustaba mucho,
pero mucho, el muchachillo del flequillo tieso y ojos azules. Tiempo más tarde, en aquel ya menos pueblo donde hasta había una pequeña iglesia
donde el chico adorado se casó con su
novia, escuché las campanas de boda. Mientras se
casaban, yo ojeaba y hojeaba las viñetas y admiraba al increíble Quino y su Mafalda.
Pensaba a quien se parecería mi amor platónico e inalcanzable… ¿a Felipe…?, ¿el
despistado y soñador quijote siempre enamorado de una quimera?... ¿a Manolito…
el gallego comerciante de…?, puede que algo de él tuviera, al menos el padre
del recién esposado, dueño de un cafetal que mezclaba los granos de café con garbanzos tostados, pero él quizás fuera más Miguelito
tan seguro de sí mismo y de su belleza perfecta; puede que sí, o puede que no, puede que fuera
la suma y resta de tantos personajes ficticios que pasaban por mis ojitos de lectora y consumidora de
comics. Puede que mi inexperiencia necesitara referentes de papel, dibujo y
letras. Puede que…
Y muchos años más tarde, muchos más, después de tantos amores interruptus, tantas jodiendas, desacuerdos, placeres, sabores, dolores y alegrías, tanto de todo, tanto tanto… ese chico se apoya ahora en mi brazo. Lo sostengo con firmeza convencida de que saldremos adelante. Incluso sonrío. Acabamos de salir del neumólogo y del tac que diagnostica unas pequeñas sombras amenazantes en su pulmón derecho. Una espada de Damocles sobre el futuro incierto. Lo sujeto y el me sostiene a mí con su flequillo ya blanco, su espalda algo encorvada aunque haga esfuerzos para mantener el tipo, porque no hay nada que nos tumbe, los años solo son números, nos tumba otras tropelías, otros sinsabores, así que mi braso con ese y su corazón con Zeta mayúscula, sus manos en las mías conforman una historia, un camino recorrido y por recorrer con las letras del abecedario precisas, o sin ellas. Es lo que hay.
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