Ya rebosan las presas, ya corre el agua por los barrancos. Los más jóvenes
pregonan el recorrido líquido y la buena nueva se propaga de boca en boca. Serpentea
el agua por los cerros. Suben los impacientes al monte en mulas, a caballo,
unos cuántos en camionetas, la mayoría, a pie. Cuentan que llega brava, arrastra el
puente de palos ahogando alguna cabra y al burro ciego que mueve el molino de
gofio, el pobre no vio venir la barranquera.
La gente a una se asoma al valle, desde el treinta y seis que no
llovía.
En el Ayuntamiento se reúnen de madrugada los de siempre. El pueblo espera en la calle hasta que por fin se ordena que abran los silos, se reparte el grano, acaba la restricción del "por si acaso".
Mi madre dice que si don Antonio ronda cerca me meta enseguida en la casa.
Ahora no sé si habla del asno ahogado o de otros asuntos, que no la entiendo.
Farfulla sobre el crujir de la vida, solo afecta a los de siempre, egoístas
negadores del pan del pobre, siempre gira en el mismo sentido la noria,
acontecida perenne.
—¿Qué dice usted, madre…?
—Nada, hija, cosas mías.
Resopla el agua, bufa, entra por fin en el valle ¡Bendita sea! ¡Ya
llega! Anega orillas.
La banda municipal estrena pasodoble a ritmo de voladores y papagüevos. Don
Felipe el boticario, como es peninsular, los llama gigantes y cabezudos, que
raro suena de esa manera; aquí, en la isla, le ponemos el nombre que nos da la gana. El
cura dice que llovió gracias a sus novenas y rogativas, y el republicano
Manuel, abarloado de izquierdas y carne de preso le dedica una rima en décimas,
de primer verso “mecagoendios”.
Ya es de noche y aún llueve, pero al pueblo no le importa mojarse. El ron y el agua se hermanan por una vez. Envuelve el aire un sahumerio de calamares secos, no hay nadie como un costero preparando salazón y jareas.
Los ingleses del valle también acuden a la plaza, ahí está el hijo del que trajo la maquinaria de cavar pozos y el inventor de los ladrillos huecos y del Mister rico de la casa grande todos saben que se trae las libras esterlinas dentro de las ruedas de los camiones con el beneplácito de la autoridad, la autoridad es que es muy generosa si quiere serlo.
La concejala de festejos y barullos sube taconeando la tarima y dice…
—¿Qué dice, padre, que no la entiendo…?
—Ná, m´hija, lo de todos los años.
Miro a un niño que parece un sol vestido de canario, más guapo no puede ser,
pantalón y chaleco negro, el fajín encarnado, seguro que lo termina
perdiendo. Se baja de un salto de la
carreta y le da una palmada al lomo del buey que lleva la ofrenda a la virgen.
Apenas siente el gigante las manos del chiquillo que le palmotea diciéndole
¡muy bien, muy bien! como si fuera su perro. No se altera el sereno animal, rumia pensamientos ajeno al jaleo de la fiesta. Envidio su serena
actitud, nada consigue sobresaltar su manso ensueño. Miro al buey y me veo
reflejada en sus pupilas.
Miro al borracho del pueblo, se han cogido cariño la melopea y él,
llevan juntos desde la amanecida.
Miro al músico soplador de micrófonos… probando, probando, un, dos, un dos, y miro a la pareja que baila siempre pegadito aunque toque suelta; se quieren mucho.
Así, por las buenas, porque lo dice él y punto, el patrón baila conmigo sin poner el pañuelo de la cortesía entre su mano y la mía porque no soy una señorita, solo la hija de uno de sus aparceros, ni se acuerda de su nombre.
—Esta noche te vienes conmigo niña, que hay trabajo para ti en mi
casa.
—Es que mi madre me necesita, don Antonio…
No me atrevo a respirar, me duele el pecho. La voz se me quiebra. Mis viejos están sentados en el banco de piedra de la plaza agarraditos de las manos, no se atreven a oponerse al mandado del amo. La mantilla blanca de las fiestas sombrea la cara de mi madre. Mi padre agacha el gesto, tan doblado como cuando siembra las papas del dueño.
Por la mañana, el amo mete en el bolsillo de mi delantal unos dineros para que mi madre me compre agua de rosas y ropa decente, no quiere que vaya a su cama con los interiores hechos de sacos de azúcar.
Remonto el camino de mi casa, antes me lavo en el agua casi helada
de la poza refractada de palmeras y restriego la mala noche de mis muslos. No
siento el frío. La puerta de María se cierra a mi paso y el marido de Antoñita me mira de otra
manera, cuelga una colilla de sus flácidos labios.
Veo los pinos, los almendros en flor, la vereda aromada de brezos
que bordea el camino de subida a mi casa. Bajo la reciente lluvia brillan los
papayos, mangos y aguacateros, parecen joyas.